Fin de Jorge Torregrossa (España, 2012)

Juan Varo Zafra


De un tiempo a esta parte, prolifera un género cinematográfico que podría denominarse «del fin del mundo» o (ahora que está tan de moda usar «post» como prefijo en la creación de términos cada vez más inverosímiles) «post-apocalíptico». A diferencia del cine de catástrofes, apocalíptico en sentido estricto, que, a caballo de los nuevos efectos digitales, tanto proliferó a finales de los noventa y comienzos de los años 2000, este género describe un mundo en el que la catástrofe ya ha ocurrido, o sucede lejos de unos personajes tan desavisados y sorprendidos como el propio espectador. La causa de la catástrofe y, a veces, el acontecer principal de esta se sustraen de la pantalla dejando sólo el relato parcial de sus consecuencias o el de hechos periféricos o anecdóticos dentro de una tragedia cósmica que se desarrolla fuera del plano. No es un género novedoso ciertamente. Por citar sólo algunos títulos referenciales de décadas pasadas, podemos recordar Cuando el destino nos alcance (Soylent Green, 1973) de Richard Fleisher, El último hombre vivo (The Omega Man, 1971) de Boris Sagal sobre la novela Soy leyenda de Richard Matheson, obra literaria fundacional del género; y, por supuesto, la saga Mad Max de George Miller que originó, a su vez, una corriente interminable de sucedáneos, en general, de poca entidad cinematográfica.

En los últimos diez años, el género ha renovado su interés con películas de muy diverso interés como El tiempo del lobo (Le Temps Du Loup, 2003) de Michael Haneke, Hijos de los hombres (Children Of Men, 2006), de Alfonso Cuarón, Soy leyenda (I Am Legend, 2007) de Francis Lawrance, basada de nuevo en la obra maestra de Matheson, La carretera (The Road, 2009), dirigida por John Hillcoat sobre la novela homónima de Cormac McCarthy, Infectados (Carriers, 2009) de Alex y David Pastor (que, en el momento de escribir estas líneas, están a punto de estrenar otro film en esta línea, Los últimos días), y El libro de Eli (The Book Of Eli, 2009) de Albert y Allen Hughes. A estos títulos podrían sumarse films de temática cercana como la interesante Take Shelter (2011) de Jeff Nichols o todas las películas del subgénero de zombies, que tanto éxito ha cosechado en cine y televisión en estos últimos años.

Fin de Jorge Torregrossa, adaptación de la novela del mismo título de David Monteagudo (Acantilado, 2009) se inserta dentro de esta corriente genérica. Lo que comienza siendo una reunión de viejos amigos en una casa aislada en la montaña da paso al progresivo descubrimiento de que la humanidad se ha extinguido en virtud de un fenómeno desconocido ocurrido durante la noche. En la búsqueda de respuestas, irán desapareciendo uno a uno sin llegar a conocer qué, por qué o cómo ha pasado.

Fin desarrolla dos líneas argumentales: el retrato de una generación cercana a los 40 años que ha hecho de la amistad el eje de su vida y que ve cómo esta resulta ser una quimera; y la tragedia cósmica del apocalipsis. Ambas tramas se saldan con desigual resultado. La primera, a mi juicio, se ve lastrada por una serie de tópicos que impiden al espectador empatizar con unos personajes estereotipados y unas situaciones ya vistas anteriormente en infinidad de ocasiones. El reencuentro de unos amigos «ahora que casi de todo hace veinte años» (podríamos decir con Gil de Biedma)  supone la enésima glosa de una generación afectada por el «peterpanismo», la crisis de valores éticos y la incapacidad para asumir el pasado. Torregrossa y, seguramente, Monteagudo parecen decirnos que la amistad, como el amor, sólo vive en el recuerdo, los sueños y la imaginación, pero no soporta la realidad. El problema es que los personajes no resultan convincentes porque su dibujo resulta plano y los diálogos flojos y previsibles.

La segunda trama, la fantástica, aporta cosas interesantes. La primera de ellas es la muy sugerente idea de dar al apocalipsis una dimensión universal, no sólo terrestre. Así, la primera señal de alarma que se genera en el film sucede cuando uno de los personajes, mirando el cielo nocturno, se da cuenta de que Sirio no está donde debería. En este sentido, el hecho de que esa sea la noche de San Lorenzo y de que los personajes estén esperando ver la «lluvia de estrellas» adquiere una especial significación. Las estrellas que van muriendo lentamente, la desaparición de la luz celeste al tiempo que los seres humanos se desvanecen sin dejar rastro es una idea interesante y de una acertada profundidad poética que podría haber dado mejor resultado si se hubiera optado por una realización más física, con una luz más natural y una planificación, quizá, más pegada a ras de suelo (en este sentido los planos generales aéreos de los personajes caminando por la cresta de la montaña resultan, a mi juicio, completamente desacertados). No obstante, la película se salva no sólo por las virtudes anteriormente señaladas, sino por su sentido del ritmo, sus acertadas elipsis, especialmente en lo tocante a la desaparición de los personajes, y, sobre todo, por su bello final, lleno de sugerencias poéticas y, acaso, metafísicas.