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Los amantes pasajeros

 

Es inevitable guardar una frase que uno de los personajes de Los amantes pasajeros, el corrupto manchego que huye tras saquear con limpieza su Caja de Ahorros autonómica, suelta en un momento sin especial trascendencia ni subrayado: “¿Pero usted supone que esto tiene alguna gracia?”. La pregunta circula sin respuesta por la pantalla, nadie de la atropellada tripulación quiere afrontar el amenazante desarreglo de un avión en el aire, pero llega a los oídos del espectador que inmediatamente la hace bandera de su estancia en la butaca. La gracia. Gracia, interés, diversión, risa, seducción. Nada. Ni siquiera entretenimiento.

Pedro Almodóvar ha contado con profusión y claridad lo que le ha llevado otra vez a la comedia: dejar su cine anterior marcado por la gravedad, y recuperar la ligereza risueña que estuvo en su cine primero, y que no dejó de inocular en pequeñas y ceñidas dosis en todos sus filmes posteriores a manera de marca de estilo (y la verdad es que no logro recordar esa marca en su película anterior, La piel que habito). El retroceso que intenta abarca más de treinta años, y hay al menos dos enemigos insalvables: uno es el propio Pedro Almodóvar, que ya no logra ser el joven desenfadado que se atreve a todo y con todo, que respira desinhibición en una sociedad bien necesitada de salir de un largo túnel anterior. Y el otro es la desaparición de esa sociedad como caldo de cultivo de la ruptura de la movida madrileña. El escándalo vuelve a cotizar muy alto por la dificultad de conseguirlo, y las repetidas alusiones a pollas, al lado masoca del monarca o a la bisexualidad como forma suprema de goce no agitan ya ninguna defensa en el espectador ni conforman seguidores o detractores. La biología y la sociología no tienen marcha atrás, y ya de paso no está mal recordar que las primeras películas de Almodóvar presentaban, más allá de chispazos y transgresiones, una notable debilidad narrativa y organizativa que no anima a volver sobre ellas. Se agotan en su papel testimonial, con poca capacidad de proyectarse más allá de su tiempo.

Este primer cine de Almodóvar tuvo su cénit y el comienzo de un nuevo horizonte en Mujeres al borde de un ataque de nervios, en la que se aprecia por fin la madurez de una puesta en escena y del tempo al servicio de su habilidad con los actores y su excelente oído social. Después, obra a obra, el director fue admitiendo el alejamiento de la juventud, y penetraron en su hacer flecos de la gravedad del cuerpo, de las heridas del sentimiento, en fin, de la muerte al fondo del escenario. Unas películas salieron crispadas, como La mala educación, otras serenas como Los abrazos rotos, y otras hondas, muy hondas, y es el momento de descubrirse ante Hable con ella, tal vez la única obra maestra que ha firmado. El último eslabón de La piel que habito venía expuesto en una trama de inexplicable crueldad que hacía temer por el equilibrio del autor, nunca bien provisto de tranquilidad, aunque su puesta en escena y dirección de actores seguía siendo irreprochable.

El brusco giro en su carrera lo argumenta con claridad el director en unas declaraciones a El País: “En medio del miedo y la incertidumbre y la muerte, he buscado la celebración física, sexual. Mi intención ha sido: ‘Chicos, aquí, con estos cuerpos, nadie nos puede quitar el placer’, y así la película es toda una celebración erótica de los sentidos”. Un erotismo ceñido casi completamente a un imaginario homosexual de locazas, coloques, amaneramiento y pollas por doquier. En un intento de no perder actualidad, también hay lugar para las alusiones a la corrupción política y económica que ha ido aumentando sin cesar, para desgracia de (casi) todos y gracia adivinatoria del cineasta, desde que concibió hace años el guion: “De estafas y corrupciones empezamos a saber mucho en este país. Alguno de estos personajes evidentemente están claramente inspirados en la realidad, pero hace tres años cuando terminamos el guion no había aparecido, por ejemplo, el escándalo de Bankia, aunque ya sabíamos suficiente de lo que estaba pasando en las cajas”, declaraba en la misma entrevista. Sexo desinhibido y salpicaduras a la actualidad, los componentes de la fórmula de antaño

Del resultado se han dicho muchas cosas, negativas en su mayoría. Es difícil defender una obra que, a la manera de las primeras del autor, pone mucho más empeño en las situaciones aisladas que en la malla que las recoge. El guion carece de estructura, y eso para una comedia que se declara mezcla de las screwball estadounidenses y la desfachatez mediterránea es temerario y nefasto. El desarrollo podría durar media hora menos o tres cuartos de hora más (¡horror!) sin que el planteamiento se resintiese, pues el vago objetivo final de sortear la catástrofe del aterrizaje apenas si tiene presencia ni tensión, y como prueba basta su resolución en un extraño fuera de campo. Todo sucede en esa atmósfera anestesiada y artificial que proporciona el rumor de fondo de los motores, anestesia que por fin se visualiza en la espuma blanca que envuelve al aparato cuando toma tierra. Ante ese desapego que va dejando la proyección, casi cabe la pregunta de si nos encontramos con una nueva película seria y doliente en la que Almodóvar inyecta su marca de estilo de una secuencia graciosa o curiosa, en este caso el baile de los azafatos frontal a la cámara que se vende como un buen vídeoclip publicitario. Y que se compra, pues por el momento ha ido dejando una buena taquilla. Al menos en eso sí tiene que haber unanimidad: nadie como Almodóvar para atraer al público.