Jambrina

PASEO FANTASMAL POR SALAMANCA

CON DON MIGUEL DE UNAMUNO

[segunda entrega: Escenas III y IV]*

Luis García Jambrina

 

ESCENA III. CALLE COMPAÑÍA (PLAZA DE SAN BENITO)

Cuando UNAMUNO llega a la esquina de la calle Compañía con la plaza de San Benito, sale de ésta, de golpe, un doble de Unamuno. Éste al verlo da un respingo, y lo mismo hace el otro. Luego, UNAMUNO lo mira con atención como si estuviera ante un espejo. Para comprobar si se trata o no de un reflejo, UNAMUNO comienza a hacer gestos y movimientos, que el otro imita simultáneamente hasta que comete un error, como en la famosa escena de la película Sopa de ganso, con Groucho y Harpo Marx vestidos con gorro y camisón de dormir.
UNAMUNO: (Con gesto triunfal.) ¡Te pillé, maldito impostor!
UNAMUNO DOS: ¡¿Impostor, yo?! Tú deliras.
UNAMUNO: Sí, tú, no te hagas el inocente ahora.
UNAMUNO DOS: Te equivocas.
UNAMUNO: De eso nada. Tú eres el otro.
UNAMUNO DOS: Y tú el otro del otro, no te digo.
UNAMUNO: No me vengas ahora con juegos de palabras, que a eso no me gana nadie. Así que ya te puedes ir largando.
UNAMUNO DOS: Y, si no me voy, ¿qué me vas a hacer, matarme?
UNAMUNO: (Con gesto amenazador.) Por supuesto, uno de los dos sobra aquí. Acabaré contigo como Cosme hizo con Damián.
UNAMUNO DOS: Pero ¿de qué Cosme hablas?
UNAMUNO: Del protagonista de mi obra El otro. ¡Ves cómo no te enteras! ¿Y eres tú el que se quiere hacerse pasar por mí? Al menos deberías haberte leído mis obras; mis obras son mi biografía.
UNAMUNO DOS: Es que yo no soy el que tú eres, ni el que tú crees ser, ni el que los demás creen que eres, ni el que quisieras ser, sino uno de esos Unamunos que pudieron ser y no fueron, o, como tú sueles decir, uno de tus yos ex-futuros.
UNAMUNO: (Complacido.) Veo que al menos eso te lo has aprendido.
UNAMUNO DOS: ¡Qué remedio me queda, si quiero llegar a existir! Pero ¡menudo trabalenguas!
UNAMUNO: ¿Y bien…?
UNAMUNO DOS: ¿Cómo que y bien…?
UNAMUNO: Que qué deseas de mí.
UNAMUNO DOS: Pues que me des una oportunidad de ser alguien.
UNAMUNO: Me temo que ya es tarde para eso.
UNAMUNO DOS: (Contrariado.) ¿Qué quieres decir?
UNAMUNO: Que yo ya estoy muerto.
UNAMUNO DOS: (Sorprendido.) ¡¿Muerto?! Entonces, ¿qué haces aquí?
UNAMUNO: Tan sólo estoy de visita en la ciudad, después de más de setenta y cinco años de pudrirme en un nicho del cementerio.
UNAMUNO DOS: O sea, que has resucitado.
UNAMUNO: Yo no diría tanto.
UNAMUNO DOS: ¿Acaso tienes que irte otra vez?
UNAMUNO: Dentro de nada; me queda poco tiempo.
UNAMUNO DOS: En ese caso, me quedaré ocupando tu lugar.
UNAMUNO: Ni hablar; tú te vienes conmigo, que para eso tengo derecho sobre ti.
UNAMUNO DOS: Eso no es justo, yo también tengo derecho a existir.
UNAMUNO: Por encima de mi cadáver, (corrigiéndose) quiero decir, no sin mí.
UNAMUNO DOS: Comprendo que no te agrade eso de estar muerto. Pero tú sabes mejor que nadie que lo peor que le puede pasar a uno es no llegar a ser.
UNAMUNO: No, lo peor es no poder ser siempre uno y el mismo, o tener que dejar de ser, sobre todo cuando te ves desplazado por otro.
UNAMUNO DOS: Ya estamos otra vez con el dichoso “otro”. Menuda obsesión. ¿Por qué me ves como a un rival? Al fin y al cabo, somos ramas del mismo árbol.
UNAMUNO: ¿Acaso no sabes que la mayor rivalidad es la que se da entre hermanos? Recuerda el caso de Caín y Abel.
UNAMUNO DOS: ¿Te refieres a Abel Sánchez?
UNAMUNO: Más bien estaba pensando en el hijo de Adán y Eva, pero si lo prefieres…
UNAMUNO DOS: ¿Y qué me dices de tu hermano Félix, ése que tanto se parecía a ti?
UNAMUNO: Yo era más alto y, desde luego, más inteligente.
UNAMUNO DOS: Así y todo…
UNAMUNO: (Interrumpiendo.) Te ruego que no toques ese tema.
UNAMUNO DOS: Ya veo que he puesto el dedo en la llaga.
UNAMUNO: (Amenazador.) Como sigas por ahí, voy a ser yo el que te ponga la mano entera encima.
UNAMUNO DOS: (Desafiante.) Te mueres de ganas de matarme, ¿verdad?
UNAMUNO: No creo que haga falta.
UNAMUNO DOS: ¿Por qué lo dices?
UNAMUNO: Según una tradición germánica, el hecho de encontrarte con tu doble es presagio de muerte inminente.
UNAMUNO DOS: Pero tú ya estás muerto.
UNAMUNO: Entonces, ya sabes lo que te espera.
UNAMUNO DOS: (Con gesto amenazador.) Eso habrá que verlo.
Cuando parecen a punto de enzarzarse en una pelea, entra en escena un doble femenino de UNAMUNO, que se dispone a separarlos. Los otros dos la miran perplejos y sorprendidos.
UNAMUNO TRES: Alto ahí. Los dos sois unos farsantes; yo soy el auténtico Unamuno.
UNAMUNO: ¡¿Tú?! ¡Y qué más!
UNAMUNO TRES: Yo, sí, ¿o es que te pensabas que, entre tus múltiples yos presentes, pasados y futuros, no había ninguno femenino?
UNAMUNO DOS: No le hagas caso; seguramente se trata del diablo, que viene a tentarte, ya sabes lo mucho que le gusta travestirse.
UNAMUNO: Pues conmigo va apañado.
UNAMUNO TRES: No seas tan arrogante, que torres más altas han caído.
UNAMUNO: Eso ya lo veremos.
UNAMUNO DOS: (Alejándose de allí.) Bueno, yo me largo.
UNAMUNO: (Gritando hacia él.) No huyas, cobarde. Para una vez que podías hacer algo…
UNAMUNO TRES: Mejor así; ahora sólo quedamos tú y yo.
UNAMUNO: ¿Se puede saber qué pretendes?
UNAMUNO TRES: Que me des cancha.
UNAMUNO: ¡¿Qué demonios significa eso?!
UNAMUNO TRES: Que quiero ser tú, (corrigiéndose) quiero decir yo.
UNAMUNO: ¿Y por qué diablos me lo pides a mí? ¿Soy yo acaso el responsable de la identidad de los demás? Que cada uno se busque la suya.
UNAMUNO TRES: ¿Y tú, acaso no prefieres seguir viviendo como mujer a permanecer muerto como hombre?
UNAMUNO: ¿De qué le sirve a un hombre ganar la vida eterna si, a cambio, pierde su alma?
UNAMUNO TRES: ¿Y de qué le sirve conservar su alma si no puede alcanzar la vida eterna?
UNAMUNO: Vade retro.
UNAMUNO TRES: De esa forma serías tan sabio como el viejo Tiresias, que, como sabes, tuvo el privilegio de encarnar los dos sexos a lo largo de su vida; y, de paso, yo podría redimirte de tu machismo y de tu mala imagen entre las mujeres.
UNAMUNO: (Entrecruzando los dos índices para formar una cruz.) Apártate de mí, Satanás.
UNAMUNO TRES: ¿Por qué te resistes? No puedes evitarlo. Está escrito en tu nombre, que es también el mío: unamonámonos, unámonos en uno, una y uno, Unamuno.
UNAMUNO: (Cada vez más aterrado.) ¡No, eso nunca! ¡Antes la muerte!
UNAMUNO TRES: (Acercándose a él, con voz insinuante.) ¿Estás seguro de lo que dices? Mira que luego ya no habrá vuelta atrás.
UNAMUNO: (Haciendo en el aire la señal de la cruz.) Yo te conjuro en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.
Cuando termina el conjuro, UNAMUNO TRES se paraliza, y así se quedará hasta que todos se hayan ido.
UNAMUNO: (Felizmente aliviado.) ¡Benditas palabras! (Dirigiéndose al público asistente.) Y ahora, con su permiso, dirijámonos a la antigua casa rectoral, que se me hace tarde.
UNAMUNO comienza a caminar, de forma decidida, hacia el lugar indicado, tal vez haciendo un pequeño rodeo para evitar la congestión de la calle Libreros.

(TRANSICIÓN)

UNAMUNO TRES: (Saliendo de su inmovilidad.) Pero ¡eh, oigan, no me dejen aquí, como si fuera una estatua viviente, que una no es de piedra!
Durante el breve trayecto, será ella la encargada de entretener a los espectadores con algunos comentarios y anécdotas. Algo así:
UNAMUNO TRES: (Quitándose el disfraz de Unamuno.) Sí, ya sé que piensan que soy el demonio. En realidad, soy los tres enemigos del alma, que son el mundo, el demonio y la carne, los tres en uno, o en una, como prefieran. Mi misión era seducir (haciendo un gesto hacia UNAMUNO) a ese hombre. Pero no hay manera, y menos delante de todos ustedes. Es totalmente insobornable e incorruptible, un hombre de principios, sí, señor, de los que ya no quedan. Nunca se dejó tentar ni sobornar, ni siquiera cuando fue rector, concejal, diputado o Presidente del Consejo de Instrucción Pública. Todo un ejemplo para nuestros políticos de ahora, ¿no les parece? Siempre se ha dicho que era una persona muy mirada con el dinero, y quién no, con una prole tan grande como la suya que alimentar. Pero lo cierto es que nunca ambicionó riquezas ni hizo nada para conseguirlas. Y, si hubiera querido, tampoco le habrían faltado las mujeres, pues tenía muchas admiradoras, dentro y fuera de España, a las que no sólo les encantaban sus escritos, sino también su aspecto y su valentía y su carácter un tanto estrafalario. Sin embargo, él siempre le fue fiel a su esposa, de pensamiento y obra, puedo dar fe de ello. De modo que, para tratar de confundirlo, no se me ocurrió otra cosa que disfrazarme de Unamuno, pues está visto que el egocentrismo y la soberbia eran su única debilidad, y el miedo a que pudiera existir un doble de sí mismo, su principal talón de Aquiles. (UNAMUNO se vuelve y la mira, desde donde está, con cara de pocos amigos.) Pero, como ya han comprobado, no me ha servido de nada. Así que lo mejor será que me vaya, no sea que vuelva a conjurarme. Y ustedes, sigan acompañándolo y no lo pierdan de vista, que con este hombre nunca se sabe.
UNAMUNO TRES se va.

ESCENA IV. EN EL ENTORNO DE LA CASA-MUSEO Y LA UNIVERSIDAD

UNAMUNO se detiene un momento, pensativo, frente a la fachada de la antigua casa rectoral (ahora casa-museo). Por razones de espacio y de movilidad, después se dirige al Patio de Escuelas Menores o, si se considera necesario, por la calle Calderón de la Barca, a la plaza Juan XXIII, siempre a la vista de la casa rectoral.
UNAMUNO: (Señalando hacia la casa rectoral, al público.) ¿Se han fijado en la casa rectoral? Ahora la han convertido en una casa-museo, o mausoleo más bien, dedicada a mi persona, signo inequívoco de que estoy muerto. Lo que daría ahora por volver a ella y a la época en que fui rector, nada menos que quince años, desde 1900 hasta 1914, cuando fui injustamente destituido por el ministro de Instrucción Pública. Sin duda, fue el período más fructífero de mi vida. No sé cómo tenía tiempo para hacer tantas cosas: las clases, las gestiones, los viajes, las conferencias y, claro está, los poemas, las ensayos, las novelas, las obras de teatro, los artículos, las cartas…
En ese momento se detiene frente a UNAMUNO un hombre de aspecto anodino y vestido de forma anticuada.
AUGUSTO PÉREZ: ¿Qué tal, don Miguel? ¿No me reconoce?
UNAMUNO: (Tras acercarse un poco a él y mirarlo con atención.) Lo siento, pero no caigo.
AUGUSTO PÉREZ: Soy yo, Augusto Pérez, el protagonista de Niebla.
UNAMUNO: (Gratamente sorprendido.) ¡Eres Augusto, es verdad! Pero te noto muy cambiado.
AUGUSTO PÉREZ: Ya sabe que cuando un escritor publica una novela o consigue que se estrene una de sus obras de teatro, los personajes dejan de pertenecerle, si es que alguna vez le pertenecieron, y más si ya han caducado sus derechos autor, como es su caso…
UNAMUNO: (Desconcertado.) ¡¿Cómo dice?!
AUGUSTO PÉREZ: Lo que quiero decir es que los personajes pasan a formar parte de los lectores, que luego los moldean a su antojo.
UNAMUNO: Pero yo creía que habías muerto.
AUGUSTO PÉREZ: ¡¿Muerto yo?!
UNAMUNO: Yo mismo te maté al final de Niebla, ¿no lo recuerdas?
AUGUSTO PÉREZ: De eso nada. Fui yo el que se suicidó después de hablar con usted en su despacho de la casa rectoral, ¿o es que lo ha olvidado? De todas formas, y como usted mismo puede comprobar, sigo vivo. Y es que, cuando se tiene la dicha de nacer personaje como yo, se ríe uno de la muerte, pues ¡no se puede ya morir!
UNAMUNO: Pues bien que te rebelaste contra mí cuando te confesé que eras un mero ente de ficción.
AUGUSTO PÉREZ: Entonces yo no sabía que, en realidad, me estaba haciendo usted un favor, que, creándome personaje, y personaje autoconsciente además, me estaba dando la oportunidad de ser inmortal. Esa sí que es una buena paradoja, ¿no le parece? El artista, el escritor, el creador morirá tarde o temprano; pero su obra, su personaje, su criatura, no.
UNAMUNO parece cada vez más afectado.
AUGUSTO PÉREZ: (Dándose cuenta por fin de lo que pasa.) Oh, vaya, lo siento. No sabía que…
UNAMUNO: No, no se preocupe, lo tengo ya muy asumido.
AUGUSTO PÉREZ: Permítame que le dé, personalmente, mis condolencias, aunque sea con retraso.
UNAMUNO: Se lo agradezco, pero preferiría que habláramos de otro tema.
AUGUSTO PÉREZ: De todas formas, no todo está perdido.
UNAMUNO: ¿A qué se refiere?
AUGUSTO PÉREZ: Usted mismo dijo muchas veces que don Quijote y Sancho tenían más realidad histórica que Cervantes, ¿no es cierto? (UNAMUNO asiente.) Y que no fue Shakespeare el que creó a Macbeth y Hamlet y el rey Lear y Fatstaff y Otelo…, sino estos a él, ¿no es verdad? (UNAMUNO vuelve a asentir.) De modo que si usted existe todavía, quiero decir que si usted está hoy aquí, hablando conmigo y paseándose por Salamanca, es precisamente gracias a mí.
UNAMUNO: ¡¿A ti?!
AUGUSTO PÉREZ: A mí, sí, y a don Manuel Bueno, y a Ángela Carballino, y a la tía Tula, y a Abel Sánchez y a todos esos personajes que en su día nacieron de usted o a través de usted. Porque, en definitiva, Unamuno es hijo de sus obras más que ellas de Unamuno, ¿no es así?
UNAMUNO: En efecto, aunque eso no quiere decir que yo no haya hecho nada ni haya tenido ningún mérito.
AUGUSTO PÉREZ: Por supuesto que sí, faltaría más.
UNAMUNO: Entonces, tal vez tenga razón.
AUGUSTO PÉREZ: ¿Quién, usted o yo?
UNAMUNO: En este caso, los dos.
AUGUSTO PÉREZ: Quedamos, pues, en que, gracias a nosotros, sus personajes, y, desde luego, a sus lectores, que son los que, al fin y al cabo, nos mantienen vivos, usted puede seguir existiendo, aunque sólo sea como un ente de ficción.
UNAMUNO: ¡Un momento, eso sí que no!
AUGUSTO PÉREZ: (A punto ya de perder la paciencia.) ¿Y por qué no, si se puede saber?
UNAMUNO: Porque yo siempre dije que quería ser inmortal, pero con mi misma identidad, y no como me conciban o me imaginen los demás.
AUGUSTO PÉREZ: Lo siento, pero no se puede tener todo. Yo mismo…
UNAMUNO: (Interrumpiéndolo.) Por favor, no compare.
AUGUSTO PÉREZ: Oiga, sin faltar.
UNAMUNO: ¡Yo soy Miguel de Unamuno!
AUGUSTO PÉREZ: Nadie es perfecto.
UNAMUNO: Diga usted lo que quiera, pero por ahí no paso.
AUGUSTO PÉREZ: ¡Y quién le dice a usted que ahora no está siendo soñado o imaginado por alguien, tal vez por un escritor actual!
UNAMUNO: ¡¿Quién, yo?! Nadie se atrevería a tanto. Yo soy mucho personaje, mucho Unamuno, como para permitir que un escritor del tres al cuarto venga a meterme mano.
AUGUSTO PÉREZ: Pues no sé por qué me da a mí en la nariz que eso mismo es lo que ahora está sucediendo, y conste que hablo por experiencia.
UNAMUNO: Si fuera así, siempre podría rebelarme contra mi supuesto autor, como hizo usted conmigo, ¿no le parece?
AUGUSTO PÉREZ: Supongo que eso es lo que él estará esperando que usted haga, dado que lo conoce; de modo que tratará de adelantarse a sus propósitos.
UNAMUNO: (Cada vez más enfurruñado.) Está bien; dejémoslo estar. No quiero hablar más del asunto.
AUGUSTO PÉREZ: Me temo que lo que usted quiere es hacer huelga de silencio, para que el autor de estos diálogos o “contradiálogos”, pues usted siempre habla a la contra, no pueda seguir escribiendo sus réplicas, y eso se llama sabotaje literario.
UNAMUNO no dice nada. Por el gesto, resulta evidente que le está costando mucho morderse la lengua. Como consecuencia, se produce una pausa embarazosa.
AUGUSTO PÉREZ: (Como quien no quiere la cosa.) Bueno, ¿y qué, qué tal le ha ido en el otro mundo?
UNAMUNO: ¿A qué mundo se refiere? ¿Es que cree acaso que hay más de uno?
AUGUSTO PÉREZ: Al de después de la tumba.
UNAMUNO: Es más o menos el mismo que el de antes de la cuna.
AUGUSTO PÉREZ: Pues estará usted a sus anchas allí. Siempre dijo que le gustaría volver al seno materno, a su oscuridad, a su silencio, a su quietud.
UNAMUNO: Demasiada quietud, la verdad.
AUGUSTO PÉREZ: Ya lo creo.
UNAMUNO: Por otra parte, la oscuridad no me importa, pero eso de no poder hablar lo llevo muy mal.
AUGUSTO PÉREZ: (Con cierta sorna.) Lo comprendo muy bien. Y, por cierto, ¿qué está haciendo hoy por aquí?
UNAMUNO: Pues ya ve, me apetecía dar una vuelta por Salamanca, enterarme de cómo iba todo, comprobar que aún se me recordaba y (con ironía) que mis personajes seguían vivos.
AUGUSTO PÉREZ: Pues sí, vivitos y coleando, no como otros.
UNAMUNO: Le he dicho que no saque más el tema.
AUGUSTO PÉREZ: Ha sido usted el que empezó.
UNAMUNO: De eso nada, fue usted con su pregunta capciosa.
AUGUSTO PÉREZ: Más bien usted, con sus ironías y su retintín.
UNAMUNO: Es usted un personaje insoportable.
AUGUSTO PÉREZ: Pues de casta le viene al galgo y de tal palo tal astilla.
UNAMUNO: ¡Mentira! Yo no le enseñé a usted a hablar con frases hechas.
AUGUSTO PÉREZ: (Con tono de burla.) No, lo suyo son las contradicciones y las paradojas. ¿Y sabe lo que le digo? Que me río yo de sus paradojas. Se ha pasado media vida devanándolas, pero luego, a la hora de la verdad, es incapaz de ser coherente con ellas.
UNAMUNO: (Muy enfadado.) No aguanto más, yo me largo.
AUGUSTO PÉREZ: Me parece muy bien.
UNAMUNO: Y le advierto que esta vez podría ser para siempre.
AUGUSTO PÉREZ: Por mí, como si no vuelve.
UNAMUNO se va, muy digno y sin decir nada, hacia la plaza de Anaya.

(TRANSICIÓN)

AUGUSTO PÉREZ: (A UNAMUNO, gritando.) Tampoco hace falta ponerse así. (Al público.) Y ustedes, ¿a qué esperan para ponerse en marcha? (Conduciéndolos hacia donde se dirige UNAMUNO.) La verdad es que este hombre no aguanta una sola crítica. Ya sé que he sido un poco duro con él, lo reconozco, pero es que me saca de quicio ese espíritu tan contradictorio que tiene. Y ustedes, por favor, (apremiándolos) vayan corriendo tras él, no sea que esté pensando en cometer alguna tontería. Es tan cabezota que, con tal de llevarle la contraria al autor de estos diálogos, es capaz de suicidarse, es un decir, y terminar con todo esto de una vez, si lo sabré yo, que soy sangre de su sangre. (A la vista de UNAMUNO, que se ha sentado en un banco o en las escaleras del palacio de Anaya, cabizbajo y pensativo. Con alivio.) Menos mal, ahí está. Bueno, yo les dejo, que no tengo ganas de volver a discutir con él. (Haciendo un gesto hacia donde está UNAMUNO.) Por favor, acérquense a ver qué le pasa y, bajo ningún concepto, le lleven la contraria, que ya saben cómo se las gasta, sobre todo cuando lo hieren en su orgullo.
AUGUSTO PÉREZ se va.
* El texto completo consta de 5 escenas, que nosotros ofrecemos en tres partes.