1    Detenida

 

Me contaron que ella penetraba con jazz los sueños y desvelos de algún solar de la calle Monte. Dicen que las sábanas tendidas en los balcones apuraban su secado con el fa-sol de sus ensayos. Los vecinos montaban en cólera cuando aumentaba su registro hasta el sol tercer octava. ¿Qué saben ellos de Sandoval, de André, de Armstrong? La muchachita del ruido, la compañerita de la escuela de música era un dolor de cabeza, una necesidad de diazepam con ron, un ansia tremebunda de subir y hacerle merendar el instrumento. No importaba el sonido sordo del dominó sobre el tablero, las discusiones de Amador y su mujer, el silbido agudo de siete ollas de presión cocinando frijoles negros todas a la vez, el ladrido de Michel, el perro de Rafael el babalawo, ni la lavadora rusa de Xiomara que hacia rugir su motor  todas las tardes a golpe de detergente líquido, medias rotas y uniformes.

Un niño del barrio me contó que fue una tarde silenciosa cuando ella se fue de la mano de un muchacho, llevando su trompeta como único equipaje. Desde entonces se le han muerto los helechos a las grietas del jardín, y las sábanas tardan en secarse de tres a cuatro meses. El niño  me enseño lo único que había quedado de ella en el solar. En el interior de un cuarto, en un cuadro de madera, una foto suya, viento, vibración, columna de aire. Al borde del retrato, unas palabras: “Afinada en mi (bemol). El alma, doblada en espiral, pabellón misterioso y cilíndrico de sonidos”. Detenida en la imagen, nunca cerrará los labios, nunca besará la embocadura, nunca comenzará la maravilla. Mientras, todo envejece.

 

Julián Martínez Gómez

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