Unamuno_grandeESCENA V. PLAZA DE ANAYA

 

UNAMUNO sigue sin decir palabra. En ese momento, aparece la JOVEN CIUDADANA del principio y se acerca a él, con gesto preocupado.

JOVEN CIUDADANA: ¿Le pasa algo?

UNAMUNO: No, gracias, simplemente es que se me ha hecho tarde. ¿Y usted quién es?

JOVEN CIUDADANA: Digamos que soy una ciudadana de Salamanca.

UNAMUNO: (Cayendo en la cuenta de pronto.) No, yo a usted la conozco; es la muchacha con la que hablé hace un rato en la plaza Mayor, mi lectora favorita.

JOVEN CIUDADANA: (Encantada.) Es usted muy amable. ¿Y qué tal su paseo?

UNAMUNO: No muy bien, la verdad; por eso estoy así.

JOVEN CIUDADANA: La verdad es que se le nota cansado. ¿Ha andado mucho?

UNAMUNO: Me temo que han sido demasiados recuerdos, demasiadas emociones, para una sola jornada, por muy extraordinaria que ésta sea. Yo pensaba que en mi recorrido iba a encontrar la forma de seguir existiendo, sin dejar de ser yo. Pero otra vez me he equivocado.

JOVEN CIUDADANA: Tal vez haya buscado donde no debía.

UNAMUNO: ¿Qué quiere usted decir?

JOVEN CIUDADANA: Que tal vez se haya dejado enredar por sus fantasmas y se haya olvidado de lo más importante, de lo verdaderamente eterno.

UNAMUNO: ¿Se refiere usted a las palabras?

JOVEN CIUDADANA: Estaba pensando más bien en las piedras.

UNAMUNO: ¡¿En las piedras?!

JOVEN CIUDADANA: (Haciendo un gesto abarcador.) Me refiero a todos estos monumentos y calles, a esta ciudad a la que usted llamó, en su día y para siempre, “selva de talladas piedras” o “alto soto de torres”.

UNAMUNO: ¿Y usted cree de verdad que aquí voy a encontrar mi eternidad?

JOVEN CIUDADANA: Recuerde que usted mismo me confesó, en la plaza, que ahora se veía como una emanación de Salamanca, a la que un día le había encomendado la tarea de decirle al mundo que había existido, como así ha sido, se lo aseguro, y así será por los siglos de los siglos. No en vano la memoria más perdurable es, precisamente, aquella que está vinculada a un escenario histórico. Los seres humanos mueren tarde o temprano, pero las ciudades en las que han vivido permanecen. De modo que no se me ocurre mejor destino para alguien como usted, un hombre que quería pero no podía creer en el más allá, que estar unido para siempre a Salamanca, con la que no tardó en identificarse; de hecho, ahora resulta imposible evocarla sin recordarlo también a usted, y viceversa.

UNAMUNO: Tal vez tenga razón. (Contemplándolo todo a su alrededor.) Mire donde mire, me descubro y me reconozco. Ahí está, por ejemplo, mi querido palacio de Anaya, donde en otro tiempo estuvo el famoso Colegio Mayor de San Bartolomé. ¡Y sólo Dios sabe lo mucho que luché, cuando era rector, para que ese edificio no se convirtiera en un cuartel militar!

JOVEN CIUDADANA: Pues entonces le agradará saber que la Facultad de Filología está presidida por una estatua suya.

UNAMUNO: Espero que sea mejor que la que hay frente a mi antigua casa. (Cambiando de tono.) Es una broma. Ya sabe usted que este tipo de homenajes me complace mucho.

JOVEN CIUDADANA: ¿Y si le digo que una de las aulas del Edificio Histórico y el campus nuevo de la Universidad llevan su nombre?

UNAMUNO: (Emocionado.) Le respondería que es el mayor premio que cabe imaginar a mi labor como docente y como rector, como humanista y como hombre. ¿Puede creer que, a pesar de mis muchos compromisos y actividades y luchas interiores y exteriores, nunca falté a mis clases, mientras fui catedrático? En cuanto al rectorado, no le quiero ni contar la cantidad de sinsabores que tuve que sufrir. Creo que a nadie han destituido y restituido en un mismo cargo tantas veces como a mí. El último en despojarme del mismo fue Franco, tras mi famoso discurso en el paraninfo universitario.

JOVEN CIUDADANA: (En actitud de orador, agitando el dedo índice.) “Venceréis porque poseéis sobrada fuerza bruta, pero no convenceréis, porque para convencer hay que persuadir…”

UNAMUNO: (Sorprendido y emocionado.) ¡De modo que lo conoce!

JOVEN CIUDADANA: No soy la única. Ese discurso está hoy en boca de todos.

UNAMUNO: Sin duda, fue mi última lección en la Universidad, a pesar de que, para entonces, ya estaba jubilado. Para unos fue un acto heroico, para otros una acción desesperada fruto de mi mala conciencia, o tal vez sólo un intento de suicidio o un gesto de soberbia o un disparate o, como diría mi mujer, una quijotada; y qué razón tenía, lo veo claro ahora. Yo que he dado vida a tantos personajes, me he pasado la mía intentando imitar uno ajeno, el más grande, eso sí, y el más humano de todos, mi don Quijote. De ahí mi derrota y mi tragedia personal. Pero, gracias a él, yo también pude exclamar: “¡Yo sé quién soy!”

JOVEN CIUDADANA: Tal vez por ello en Salamanca encontrara usted el escenario más adecuado para encarnar ese personaje, el suyo, el que usted mismo se creó, su mejor obra. Y no es extraño que fuera así, pues esta ciudad está hecha no sólo de piedras, sino también de literatura. No muy lejos de aquí, se encuentran el Huerto de Calisto y Melibea y la peña Celestina, y, más abajo, junto al río, el toro de piedra del Lazarillo. (Señalándola.) Y ahí puede verse la placa en recuerdo de Cervantes, que dijo aquello de que Salamanca “enhechiza la voluntad de volver a ella…” En esas benditas aulas, además, impartieron clase Fray Luis y Torres Villarroel y tantos escritores antes que usted; y en ellas estudiaron, entre otros, Fernando de Rojas y Calderón de la Barca, que aquí cobró conciencia de que la vida es sueño…

UNAMUNO: (Interrumpiendo.) Puede que la muerte también lo sea.

JOVEN CIUDADANA: El caso es que pasear por esta ciudad es hacerlo por la historia viva de nuestra literatura, de la que usted forma parte desde hace mucho tiempo.

UNAMUNO: O sea que con Salamanca no me equivoqué. Bien es cierto que vine aquí por azar, después de haber aprobado una oposición en 1891, pero enseguida arraigué en ella y en ella me petrifiqué. Bilbao fue, sin duda, mi ciudad madre, pero Salamanca es mi ciudad hija, ya que, en gran parte, la he hecho yo; conmigo se ha “unamunizado”. Y, como recordará, siempre he dicho que había que procurar ser más bien padres de nuestro porvenir que hijos de nuestro pasado.

JOVEN CIUDADANA: ¿Y no sintió nunca deseos de abandonarla?

UNAMUNO: No sabe usted cuántas veces me propusieron irme a Madrid y cuántas veces anhelé yo marcharme a Argentina. Sin embargo, nunca lo hice. Incluso, cuando estuve en el exilio en Fuerteventura, en París o en Hendaya, permanecí aquí. Y, por lo que veo, ahora que estoy muerto, me he hecho eterno en esta ciudad, sí, mi ciudad y la de todos aquellos que la habitan y la sueñan y la recrean.

En ese momento, se para cerca de ellos un JOVEN RAPERO, que, tras poner en marcha un reproductor musical, comienza a “rapear” algunos versos de la “Oda a Salamanca” de UMAMUNO, convenientemente adaptados y recreados a voluntad, pero identificables, ante la mirada atónita de éste.

UNAMUNO: (Confundido y asombrado.) ¡Un momento, eso me suena! Yo juraría que lo que canta ese joven, acompañado por esa música infernal, es uno de mis poemas.

JOVEN CIUDADANA: Así es, y, en mi opinión, debería sentirse orgulloso de ello. Sólo los héroes ganan batallas después de muertos.

UNAMUNO: ¿Usted cree?

JOVEN CIUDADANA: ¿Y usted?

El JOVEN RAPERO sigue “rapeando” versos de UNAMUNO, mientras éste y la JOVEN CIUDADANA se quedan mudos, hasta que de repente la música cesa de forma abrupta.