Ilustracion-Aqui-yacen-dragonesFernando León de Aranoa, Aquí yacen dragones, Seix Barral, 2013.
Yolanda Izard
Este libro de relatos breves, Aquí yacen dragones, está poseído por el delirio de su autor, y ello en el mejor sentido del término: el del poder de la creación de nuevos mundos no hollados, el de la autonomía de nuestra imaginación con respecto a lo común, la medianía y los tópicos, el de la capacidad de la ficción para hacer soportable lo insoportable y de mostrar esas parcelas de la realidad que no se someten al conocimiento. Porque Fernando León de Aranoa –guionista y director de cine ganador de trece premios Goya,  narrador encomiable- sabe que es preciso uncir la realidad a nuestra más quimérica fantasía para que no nos atrape el vacío. Nada hay, por consiguiente, en este libro que suene a convencional, aburrido o banal. A la vuelta de la esquina   nos   esperan   las   palabras  moribundas   para   que   las   rescatemos,   los   relojes   que   se empeñan en ser olvidados, las cosas que se quieren perder, los asesinos precavidos que matan por la espalda, los hombres que tienen dos corazones, uno para el amor y otro para el odio, las variaciones en nuestro aspecto físico según la situación en que nos encontremos, las distintas cualidades del silencio, los turistas que  carecen de dignidad como pueblo, entre otros muchos temas. Hay cuentos tristes, o llenos de ternura o de humor. Los hay serios, divertidos, absurdos o reflexivos. Algunos guardan sorpresas finales, los más sorprenden desde el inicio. Pero todos ellos   son   alimentados   por   la   misma   carga   de   ingenio:   la   facilidad   para   extraer   de   nuestro entorno     correspondencias     sutiles     con     seres     o     actos     inesperados     entre     jugosas personificaciones,   desviaciones   o   uniones   de   extrañas   realidades.   Y   la   delicadeza.   No   hay exabruptos, ni sátira sardónica, ni se va a degüello, ni pierde los papeles. Su lenguaje es de una sutileza y una serenidad encomiables, y sus asuntos. El impacto, la fulguración sobre la lectura proceden, pues, de cómo la contención se desliza sobre una historia que lleva a rastras todas las potencialidades de una realidad oculta. León de Aranoa, como su breve relato, “Los que caminan despacio”, hace la digestión lenta del camino con los pies, del paisaje con los ojos. “Como los  viejos, que no es que  no  sepan  adónde  van: es que  no  quieren  llegar”.  Es decir, asume que no hay más límite que el que le marque su deseo, pues su capacidad imaginativa no parece conocer ningún tipo de fronteras, y siempre guardada en un frasco tan pequeño como sencillo. Ligero, pero no simple. Desnudo, pero no banal. Perspicaz, pero no retórico. Hay un hombre que se despertó sabio, como otros se despiertan tarde, cansados, o con dolor en las articulaciones, y cuya sabiduría es tanta que no puede soportarla. Y hay libros que eligen
a  sus   lectores.     Hay   una   mujer  a  la   que  “le  gustaban   las   cosas  pequeñas.   Le   enseñaban  el bosque, pero ella se detenía en la brizna de hierba pequeña, a sus pies. Del mar, formidable, le interesó más que nada el abanico de espuma blanca que dejaba  la marea en retirada entre sus piernas. De la montaña, la senda como cordel en zigzag que le llevó hasta ella.” Hay un intenso lirismo en su prosa, una mirada poética también; y una sensible hechura en este poeta de lo pequeño, de la delicadeza, del gesto sereno y exquisito. Hay poesía.Parafraseando el célebre poema de Paul Verlaine –“Il pleure dans mon coeur /  comme il pleut sûr la ville” que  se  apoyaba en el verso de Rimbaud  “Il pleut doucement sur la ville”- pero llevándolo más lejos, hasta el lugar donde solo él habita, escribe en “El indudable dramatismo de  la  lluvia”:  En  los  entierros  de la  ficción  siempre  llueve. Llueve  en  los  callejones  sórdidos, donde   los   borrachos   dirimen   sus   diferencias   a   botellazos.   Llueve   indefectiblemente   tras   las violaciones/ …/. Llueve cuando los personajes se entristecen y miran por las ventanas /…/. Si los meteorólogos   lo   advirtieran,  quizá   basarían   sus   predicciones   en   el  ánimo  de   las   personas.” León de Aranoa enseña a mirar a través de un cristal que solo él posee y que tiene conexiones con atajos a otros universos que viven en este, haciendo que nos deslicemos suavemente por la pendiente de las palabras, a las que nos hay que temer:  “Son pequeños milagros y como tales obran, si acertamos a articularlas en el momento exacto, no siempre es fácil. Elimine lo superfluo, dedique el tiempo a aquello que merece la pena: sea egoísta, /…/ le queda a usted toda   la   vida   por   delante.”
  Este   es   su   Diagnóstico   final,   el   consejo   más   útil   que   un   escritor precavido y sabio puede dar a cualquier lector, a cualquier hombre. Para otras reflexiones útiles acerca   de   lo   que   somos   sin   saberlo,   convendrá   que   se   lea   el   resto   del   libro.   No   tiene desperdicio.
Yolanda Izard