PRESENTACIÓN DE REGRESO AL METROPOLITAN, DE FERNANDO DEL VAL

Tomas Hoyas

(Texto de Tomas Hoyas, leído en la presentación del libro

 Regreso al Metropolitan, de Fernando del Val,

celebrada en la Sala Experimental del Teatro Zorrilla de Valladolid, el 27 de junio de 2013)

En primer lugar debo tratar de explicaros qué hago yo aquí, presentando este libro. La solución probablemente esté en ese encogerse de hombros que significa ¡velay!

Es decir, no lo sé. No tengo la más remota idea.

No sólo no soy un experto en poesía, sino que además debo reconocer que no entiendo absolutamente nada. Y si algo he buceado en el lenguaje poético, probablemente deba remontarse a los tiempos en que se escribía en cuaderna vía.

De modo que debería concluir que me trae únicamente el cariño de y por Fernando. Acaso sea bastante, suficiente. Hay cosas a las que uno no se puede negar. Incluso a leer poesía, un ejercicio en el que no ayudan los diccionarios, los manuales, en ocasiones ni siquiera caminar por ella guiados de la mano de un poeta, que por serlo es sabio.

De modo que habrá que dejarse llevar por el sentimiento y transportarse a aquel tiempo remoto en que uno contaba su edad en cifras inferiores a los treinta y pocos años. Porque ya dijo el oráculo que los poetas tienen todos menos de treinta y tres años. Es la fecha de caducidad de la poesía. Aquel hombre sabio sabía que toda la poesía que se escribía a partir de esa fecha unánime y maldita era absolutamente inútil. Al menos para los grandes poetas.

Reconozco que esta sala en la que nos encontramos está dedicada a un poeta que fue famoso mucho después de esa edad, en la épica en que los hombres fumaban en los ambigús mientras las damas apuraban una copa de marrasquino. Pero, quién dijo que Zorrilla fuera un gran poeta.

La prosa es patrimonio de quienes han vivido demasiado y cuentan retales de su existencia. La poesía es un lujo de quienes, al no haber vivido demasiadas vidas, aún tienen que inventar la suya con unos ojos que no están contaminados por los pantones de demasiados colores. Ven la existencia tal y como es, en estado puro, sin haber sido contaminada por experiencias, por sentimientos, por mujeres, por amigos, por el dolor, por la pena, por el dinero, por la soledad. Por la Gramática.

Marinetti no dijo nunca que valía más un solo verso que la Victoria de Samotracia. Pero estoy seguro de que lo pensó.

Fernando del Val ha escrito uno: siempre es tarde. Acaso demasiado simple. Acaso demasiado real. Acaso demasiado amenazante.

Porque eso es lo que me provoca, al leerlo, Regreso al Metropolitan. Miedo. Un miedo irracional, pero al tiempo, en absoluto infantil. Miedo del que confiesa que ha vivido y no sabe por qué ni para qué. Miedo del observador que no sabe si él pasea el mundo o el mundo discurre a su alrededor. De quien, siguiendo un verso de Fernando, permanece en la misma alerta en que el miedo la dejó.

Comencé diciendo que no entiendo de poesía. Sigo reiterándolo, incluso después de leer a Fernando. Por tanto, no tengo derecho a entreteneros como si fuerais una simple concurrencia. Además, que supongo que a los poetas no es preciso, ni siquiera de buena educación, explicarlos. Basta con leerlos. Es preciso leerlos. Debería ser obligatorio leerlos. Aunque ese axioma no deba ser aplicable a mí, que vuelvo a Fernando y a Muñoz Molina, en la mitad de una habitación me quedo pensando, queriendo recordar algo que iba a hacer o a buscar, y que he olvidado.

En cambio, Fernando es un hombre que no teme a los cuatro elementos como yo: viento, agua, tierra, fuego. Si acaso hay algo que nos une es que tememos tanto como amamos al quinto elemento: la palabra.

Pero no quiero acabar sin decir algunas palabras de Bryant York. No sé si la compensación, el contrapeso, el cuerpo que fundir con el alma que es Regreso al Metropolitan, o incluso su explicación.

Una obra en la que Fernando desata su prosa. Una prosa de una erudición sonora, entre filosófica y mítica. Además, a mí me parece que tiene más de poesía que sus propios poemas. Acaso él no lo sepa. O acaso sea yo el que no lo sepa. O acaso sean las decenas de personajes que pululan por el texto, reconvertidos en citas, en personajes sin derecho a presente, sólo a pasado, los que no sepan que son protagonistas de una Odisea. Pero, en cualquier caso, son imprescindibles.

Cualquiera puede creer que viaja sin equipaje, sin exceso de equipaje, pero es mentira, lleva un mundo tan amplio en su cabeza –al menos, en la cabeza de Fernando—que amenaza con desestabilizar, incluso poner en peligro, en riesgo de venirse abajo, al avión. Si el viaje hubiera sido trasatlántico, sin saberlo, llevaría dentro su propio iceberg. Lo que pasa es que ya se sabe que a los icebergs tan sólo se les ve la cresta moñuda. La densidad, el peso, el volumen, la masa… el peligro, van dentro, abajados, disimulados, escondidos.

Bryant York es mística cercana, una reflexión sobre el mundo escrita por un agnóstico que cree demasiado. Y a sus personajes, en general muertos antes de ser contratados como protagonistas, hay que añadir, de nuevo, los elementos. Rebautizados. Aire, ahora cielo. Agua, ahora mar. Tierra, ahora skyline. Fuego, ahora anochecer. Y, por supuesto, la palabra, suma sacerdotisa de todo este rito tectónico.

Este opúsculo se convierte en un libro sabio. En una guía imprescindible para un viajero desordenado. Y mucho más imprescindible para esos viajeros que nunca viajamos. Tan pusilánimes que dejamos que los demás viajen por nosotros. Parásitos de vidas, pensamientos y sueños ajenos.

Una de las maravillas de Bryant York es que se trata de una aeronave repleta de pasajeros, con sus propios recuerdos y sensaciones. Qué artilugio terrestre podría soportar tamaño peso que no fuera un libro.

Si, como dije antes, no me atrevo a recomendar la primera parte a quien no sea poeta –y que, además, no haya rebasado la cifra mágica, el treinta y tres—, en cambio, esta segunda, prosa comprensible para los ancianos, es de lectura imprescindible para quien crea que ha vivido. Aún tiene tiempo para desengañarse.

Y, ahora, debo recomendaros: idos todos, antes de que anochezca, poned bajo refugio vuestro decadente vagar.