El pasado 20 de octubre se clausuró la edición número 46 del Festival Internacional de Cinema Fantàstic de Catalunya, la cita que un año más congregó a miles de curiosos y seguidores del cine de género en Sitges. Un certamen que ha capeado la crisis económica y los recortes presupuestarios con su menú habitual a base de mucho amor por el cine y de mimar a una audiencia que asiste año tras año fielmente a las diferentes sesiones, tanto diurnas como sobre todo nocturnas, de los tres auditorios de la ciudad. Las cifras admiten poca duda: pese a contar con una jornada menos de festival, el equipo encabezado por Ángel Sala logró aumentar la venta de entradas en un 10% con respecto el curso anterior, algo que se suma a las constantes visitas a la página web del festival y a las numerosas colas que se registraron para asistir a las más de 300 sesiones programadas.

Quienes conocen la ruta de los festivales más importantes del país saben que Sitges, por muchas razones, marca la diferencia. En ningún otro certamen el público asistente aplaude y abuchea al inicio y al final de cada película, e incluso durante las escenas más intensas, con tanta pasión. En ningún otro festival los espectadores esperan pacientemente tantos minutos antes de cada proyección, como si la oferta de las salas trascendiese lo cinematográfico para convertirse en el escaparate de un gran parque temático de cinefilias varias. En ningún otro lugar coincide una fecha tan señalada como el 12 de octubre con la Zombie Walk, evento que llena las calles del pequeño pueblo de la costa del Penedés de gente disfrazada de muerto viviente. Y en ningún otro festival se nos invita, al menos desde sus vídeos promocionales, a abrazar el satanismo.

La amplísima e inabarcable oferta cinematográfica de Sitges cumple las necesidades de cualquier menú ostentoso, diseñado para saciar a un público que devora la mayor de las carnicerías incluso en maratones de madrugada. Con todo, Sitges también es el escenario perfecto para tomar el pulso a las tendencias predominantes del cine de nueva factura, concretamente a un género que ha sufrido en los últimos años un cambio decisivo.  Hasta hace poco se entendía el cine fantástico como un compartimento estanco con una mística, unos mundos visuales, un perfil de público y unos códigos a lo que estructura, narración y personajes se refiere que lo alejaban de otras corrientes cinematográficas. El panorama actual es muy diferente, y en Sitges hemos tenido la prueba de esta evolución.

El cine fantástico ha extendido su influencia a todos los campos y ha pasado de ser una etiqueta a un poderoso recurso en cuyas posibilidades muchas nuevas voces han encontrado su campo de acción (Sitges 2013 ha confirmado la aportación de nombres relativamente nuevos como Marina de Van o Hélène Cattet y Bruno Forzani) y en el que otras firmas ya consolidadas han conseguido reformular o al menos insuflar nueva vida a los planteamientos básicos de su sello personal. De la unión de ambas constantes hemos tenido una sección oficial llena de matices, con títulos de vocación comercial, otros de concepción libérrima y óperas primas que juegan a continuar y a alterar modas imperantes, muchas de ellas venidas de la pequeña pantalla, como la estética zombi o el relato apocalíptico.

Borgman, la mejor película del certamen según el jurado de la sección oficial, es un ejemplo de obra inclasificable que bebe tanto del género fantástico como de ciertas tónicas del último cine europeo. El cineasta holandés Alex van Warmerdam recogió el premio La màquina del temps en homenaje a toda su carrera y días después colocó su nueva fábula, ya vista en Cannes y seleccionada por su país para la larga travesía al Oscar a la mejor película de habla no inglesa, en lo más alto del palmarés. Borgman arranca emulando al Jeunet o Kusturika más alocado y finalmente se sitúa en el terreno del thriller surrealista, con un humor negro no apto para todos los públicos. Van Warmerdam ridiculiza ciertos comportamientos burgueses y su atmósfera enrarecida evoca algunos de los fotogramas de la memorable Canino de Giorgos Lanthimos, con una base argumental que no difiere demasiado de la de los Funny Games de Michael Haneke. Un film con imágenes poderosas, mensaje encriptado y una gran capacidad para unir lo grave con lo absurdo en una misma escena: se disfruta como gran broma y como sutil unión de metáforas sobre los comportamientos humanos, detalle que la diferencia de todos los trabajos vistos en el certamen.

Al margen de Van Warmerdam, cuyo reconocimiento en Sitges debería motivar el descubrimiento de su obra en España, otros autores de peso han presentado sus nuevos trabajos. Alejandro Jodorowsky, que ya recibió La màquina del temps en el año 2006, ha sido el protagonista indiscutible del festival con La danza de la realidad, título autobiográfico en el que el genio chileno despliega todo su imaginario visual y recuerda su infancia en Tocopilla. Jodorowsky también ha sido el centro de atención gracias al documental Jodorowsky’s Dune, una descripción apasionante y apasionada del esfuerzo del realizador, finalmente en balde, por llevar a la gran pantalla la novela de ciencia ficción de Frank Herbert. Los dos films, vistos en sesión continua en el festival, son una prueba de la vitalidad y la originalidad de Jodorowsky pese a sus 84 años: La danza de la realidad es tan brillante como excesiva, mientras que Jodorowsky’s Dune es un regalo cargado de cinefilia que apasiona por las chanzas, los gestos y la credibilidad de un Jodorowsky que narra en primera persona cómo los grandes estudios de Hollywood decidieron no financiar la que hubiese podido ser la película de aventuras más grande de todos los tiempos.

Por su parte, el danés Winding Refn repite fórmulas con Only God Forgives, un cuento de venganza que confirma la capacidad del director de Drive por ejecutar planos bellísimos, pero que en esencia no parece contar nada más allá de los caprichos estéticos de su autor. Lo mismo podría decirse de Possession, obra en la que el filipino Brillante Mendoza quiere exponer las interioridades de un programa televisivo que filma a diferentes personas poseídas por fuerzas malignas, aunque sólo consigue montar escenas sin sentido en un metraje que alarga el vacío hasta las dos horas. The Zero Theorem demuestra que el infatigable Terry Gilliam sigue tan inmovilista en su hiperactividad como podía esperarse: aunque persiste la capacidad de Gilliam por construir mundos personales e intransferibles, el guion avanza de forma inconsistente. Tampoco convencieron Byzantium, el nuevo acercamiento de Neil Jordan a la figura de los chupasangre tras Entrevista con el vampiro, y Passion, último trabajo de Brian de Palma que pese a su atmósfera y a las potentes interpretaciones de sus dos actrices no termina de cerrar de forma convincente su relato de tensiones femeninas. Y los mismos términos podrían utilizarse para describir la rareza del festival, The Congress de Ari Folman, un ejercicio fallido de cine dentro del cine que mezcla imagen real y dibujos animados.

En la lista de agradables sorpresas destaca Only Lovers Left Alive, la crónica de unos vampiros que beben sangre en vasos de diseño, tocan música, leen los grandes clásicos de la literatura universal y contemplan cómo el mundo que les rodea va distanciándose poco a poco de sus códigos morales, estéticos y artísticos: Jim Jarmusch filmó la película más cool del festival y el esfuerzo fue merecidamente recompensado con el galardón especial del jurado. Johnnie To convenció con Blind Detective y Drug War, dos películas muy diferentes que exponen las dos vertientes del cine del hongkonés: la primera es una comedia de acción trufada de humor cantonés y grandilocuentes golpes de efecto, mientras que la segunda bucea en el noir policiaco que ha dado fama a To en Occidente. The Call, thriller palomitero que demuestra la versatilidad de un autor no siempre reconocido como Brad Anderson, es un tenso toma y daca telefónico con un asesino en serie y una estructura de road movie teñida de rojo. El canadiense Denis Villeneuve confirmó su mano con el thriller con Enemy, un enigma kafkiano apasionante que centró gran parte de los corrillos festivaleros. Y paralelamente The Green Inferno, el film más extremo del festival, radicaliza todavía más el estilo chistoso y sanguinario de Eli Roth: la crónica de unos activistas que luchan contra la destrucción de una jungla en Perú y que terminan siendo la comida de una tribu caníbal fue recibida en Sitges con sumo entusiasmo, aunque en otros contextos pasaría simplemente como un film desagradable de discutible humor grueso.

Sitges también dejó espacio para las cintas de producción española, de cuyo visionado puede conseguirse un interesante análisis del estado de salud del cine local, concretamente el de los directores noveles que aspiran a ser los referentes del futuro. Las conclusiones de ese estudio no son demasiado alentadoras: con la crisis se han suprimido las producciones de presupuesto y perfil medio, por lo que las nuevas voces sólo pueden trabajar desde la precariedad económica, amén de crowdfundings y otras iniciativas, o desde la coproducción de mayor tamaño, hablada casi siempre en inglés con técnicos locales y un perfil diseñado para tener cierto impacto en el mercado internacional. Sea como sea, la posibilidad de acercarnos al abismo presente de nuestro cine es mérito de un festival que año tras año renueva su fidelidad con el cine hecho aquí: no hay que olvidar que en el escenario sitgense tuvieron espacio por primera vez nombres como De la Iglesia y Balagueró, que Lo imposible fue el evento más cacareado del año pasado y que el certamen lleva varios años inaugurando su escaparate cinematográfico con un film español (Los ojos de Julia, El orfanato, El cuerpo), tradición que ha seguido este 2013 con Eugeni Mira y su Grand Piano.

Dentro del Nuevo Underground Español, parece difícil que se vuelva a producir el fenómeno de crítica y público que consiguió hace poco Diamond Flash, aunque Gente en sitios de Juan Cavestany gustó a casi todos. Violet, el nuevo giro de Luiso Berdejo tras el descalabro internacional de La otra hija, es un despropósito hipster en el que cada nueva escena contradice el tono, la esencia y la historia de la secuencia anterior. La tumba de Bruce Lee, recital de frases pedantes con tres actores-directores nada inspirados, sólo justifica su presencia en Sitges como parte anecdótica de un cine español rodado bajo mínimos tanto económicos como creativos. Más estimulante es Capa caída, el relato chanante y ochentero de un superhéroe caído en desgracia que es reivindicado por un grupo de documentalistas descerebrados. Los inocentes, variación local del antaño popular slasher, es un film colectivo realizado por estudiantes surgidos de la ESCAC, un campo minado de creatividad que dará mucho que hablar. Y por su parte, el trabajo que generó más comentarios en Sitges fue Hooked Up, primer film rodado íntegramente con un Iphone y un presupuesto de apenas 15.000 euros: se trata de una variación de formato casi imperceptible en pantalla y un seguimiento de la fórmula de REC, tan extrema como cargada de talento.

En el apartado de films españoles con vistas al mercado extranjero cabe apuntar tres trabajos hablados en inglés y rodados fuera de nuestras fronteras. Mindscape, primer largometraje de Jorge Dorado, pone sobre la mesa las directrices del thriller psicológico con ecos al Nolan de Origen, aunque el intento dista de tener la fuerza necesaria para dejar huella en su paso por salas. Open Grave condensa la trama de una serie televisiva en poco más de hora y media: sus giros narrativos y la ambigüedad de sus personajes se disfrutan como partes de un juego tan caprichoso como entretenido. Finalmente, Retornados (The Returned) aporta nueva vida al cine zombi al interesarse por el impacto social y sanitario que tendría un brote viral en el mundo globalizado de nuestra era: su tendencia a la descripción la aleja afortunadamente del blockbuster yanqui, pero también del thriller adrenalínico que demanda el público de Sitges.

En resumen, un sinfín de visiones, estilos e historias que dibujan el amplio panorama del cine de género que se produce en todo el mundo. Cada cronista destacará sus hallazgos personales (en nuestro caso, Big Bad Wolves, Coherence y We are what we are), aunque otras constantes admiten consenso como la caducidad del falso documental o found footage que han seguido, casi siempre de forma anodina, títulos poco destacables como The Jungle, Willow Creek, V/H/S 2 o Frankenstein’s Army. Un conjunto de películas que eclipsarán la cartelera de los cines durante los próximos meses, que centrarán gran parte de las filias y fobias de la crítica especializada, que aparecerán citadas en foros y blogs de todo tipo y que volveremos a visionar sin las prisas y la actividad frenética que imprime un certamen tan caótico y estimulante como el de Sitges. King Kong, el mítico homínido que preside el logotipo del festival, apaga sus rugidos hasta el año que viene. Sitges termina, pero el cine de género no descansa: ya sea desde el trabajo amateur o desde la producción más dotada, el cine fantástico demuestra una vez más que es la corriente audiovisual más imponente de nuestros tiempos.

 

Xavier Vidal de las Heras