–Señora Loreen. Súbase usted la falda…. Se la sube usted o se la subo yo…

Mi madre dejó de reírse, desconcertada. Su cara cambió tan rápido como cuando papá soltaba uno de sus gritos repentinos.

Durante una minúscula fracción de tiempo había pensado que el señor Hasp bromeaba. Pero era evidente que el señor Hasp no bromeaba.

Hasta yo notaba la presión de su mirada sobre mis parpados, notaba como mis ojos querían cerrarse, como mi cuello se inclinaba dócilmente, como las manos buscaban el contacto de las mejillas, como las piernas se acartonaban y se retraían sobre mi vientre. Pero esta estrategia no me iba a servir. Podía hacerme una bola de grasa y esperar el puntapié de papa. Podía hacerme un ovillo de piel gruesa y no dejar pasar las lágrimas y los ruidos. Pero nada de esto me iba a servir para enfrentarme al señor Hasp. Y todo era cuestión de tiempo, de muy poco tiempo.

Entonces el señor Hasp dejó el vaso de vino sobre la mesa. Lo golpeó con tanta fuerza que no sé como no lo rompió. Inmediatamente después, se levantó de un salto, dio dos pasos rápidos y se plantó delante de mi madre. No volvió a repetir su orden. Pero la miró de una forma tan feroz que mi madre retrocedió y retrocedió hasta que su silla se inclinó tanto que de golpe cayó al suelo. Sus piernas quedaron abiertas y la falda se le subió hasta más arriba de las rodillas. Lo que pasó a continuación me atemorizó más que cualquier otra cosa… Mi madre se quedó quieta en el suelo, miró al señor Hasp y estalló en una carcajada descomunal. Jamás había visto reírse así a mi madre. Era una risa que me atravesaba la carne y se me clavaba directamente en el corazón. Era como una fecha con punta envenenada lanzada por un indio a tu espalda. Estabas muerto en un segundo.  Me quedé tan paralizado que lo siguiente que recuerdo es al señor Hasp dándome un tirón en la oreja y sacándome de la cocina a rastras mientras no paraba de reírse con una risa que se juntaba a la risa de mi madre pero no se confundía con esta. Era como si mi madre se encargara del instrumento principal y el señor Hasp le hiciera el acompañamiento. Pero la puerta se cerró con violencia y las risas pararon. De pronto no había más que la puerta cerrada y el porche desvencijado y desierto. Me puse a dar vueltas por el jardín, y al doblar la esquina me encontré a mi padre serrando madera. Levantó la cabeza y me miró.

–¿Dónde vas, vaquero?

Recordé que llevaba puesto el disfraz de vaquero que el señor Hasp acababa de regalarme.

Mi padre bajó la cabeza y siguió serrando. Estuvo serrando hasta que el coche negro del señor Hasp desapareció colina abajo.

Tiré la cartuchera, la pistola y el sombrero al estanque. Los pantalones y la camisa no me los podía quitar porque no tenía nada que ponerme.

Mi madre abrió la puerta y salió a barrer el porche, como todas las tardes antes de cenar.

Luego nos llamó a gritos.

Papa y yo entramos y nos sentamos a la mesa.

Esa noche tocaba puré de patatas con carne. Era una carne que no había comido antes. No sabría decir si de vaca o de cerdo, o puede que cordero. La verdad es que estaba muy buena.

Mi padre salió a tomarse unas cervezas al porche. La noche era clara y agradable.

Antes de acostarse vino a la habitación y me dejó el sombrero vaquero, al cartuchera y la pistola. Los había sacado del estanque y los había lavado y secado.

–¿Estás despierto, hijo? –le escuché decir en la oscuridad.

No contesté.

Se sentó un momento en la cama. Me asusté. Mi padre nunca se sentaba en mi cama.

Por suerte se fue al momento.

La noche fue muy silenciosa. De madrugada me levanté y me acerqué a la puerta de su dormitorio. Mi padre roncaba como siempre.

A medio día, mientras ayudaba a mi madre a hacer galletas, ella de pronto me miró con esa cara de preocupación que usaba cuando quería preguntarme algo que sabía perfectamente que yo no podía responderle y murmuró:

–Sabes, hijo, el honor es cosa de ricos.

No añadió nada más.

Y yo me quedé con ganas de decirle que ayer por la noche papa también me había llamado “hijo” y que eso me había parecido tan extraño que pensé que por la mañana no iba a estar en casa y no lo íbamos a ver ya más. Pero mi padre estaba en el campo y vendrá a la hora de comer, tan puntual como siempre. Y yo sentiría un extraño deseo de abrazarlo, de tocar su cuerpo sucio, de notar su olor a estiércol, a sudor, a heno y a tierra seca, pero no me movería de mi silla. Ni levantaría demasiado la vista al comer. Porque todo debía ser normal. Tan normal como siempre. Mis padres volverían a gritarse otra vez. Volvería a aparecer el coche negro del señor Hasp y yo volvería a tener otro disfraz o un tren eléctrico o puede que hasta una bicicleta. Todo eso lo imaginé mientras miraba la mano llena de harina de mi madre. Eran muchas cosas en mi cabeza. Y eso era porque estaba haciéndome un hombre y empezaba a tener la cabeza tan llena de cosas como la tienen los hombres. Me hubiera gustado contarle todo esto a mi madre pero me limité a ayudarle con las galletas. Mi padre casi nunca hablaba. Mi tíos y mis primos mayores tampoco. Un niño deja de ser un niño cuando comprende que las cosas que llenan su cabeza son cosas de las que no hay que hablar.

La próxima vez que viniera el señor Hasp iría a serrar con mi padre. Tenía un buen montón de troncos en el establo. Él no lo decía, pero un poco de ayuda no le vendría nada mal.