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LOS ANÓNIMOS, VERÓNICA NIETO FOCO

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Bien sabemos de la gratuidad a la que nos enfrentamos los que escribimos o colaboramos, y bien sabemos también que la profesionalización de la escritura y la importancia de la autoría no son aspectos inherentes al texto mismo, sino un hecho intrínsecamente relacionado con la remuneración económica. Aunque en los días que corren apenas si pretendemos unos cuartos, sino que más bien nos conformamos con la aceptación de la comunidad especializada, quiero decir: colegas, críticos, lectores entendidos y entusiastas. La tentación de escribir y no firmar, o, para ser sincera, de firmar con nombre falso y masculino y sobre todo de autor conocido, viene engordando en mis fantasías como una boa después de tragarse al pollito.

Todo este asunto me recordó a los gremios y cofradías de la Edad Media y a las escuelas de pintores del Quattrocento: el cuadro era obra de tal casa, sin importar apenas qué mano individual había sostenido el pincel, sino fijándose en la calidad y sobre todo en la diferenciación estilística entre taller y taller. Imagínense que yo ahora me agremio a una cofradía-estilo, presento mis textos que pretenden imitar a los del Señor/a del Clan (porque el poder es inherente al hombre y el estilo viene de algún sitio) y este mismo (o quizá uno de sus plagiadores mejor avenidos) termina de retocar (cual corrector de estilo) con mano invisible en beneficio del producto final, y nos repartimos entre todos los beneficios.

Más allá de que no es del todo cierto que el estilo pueda imitarse con éxito, o en todo caso que un estilo comunitario en literatura dejaría de ser estilo tal y como lo conocemos, comprendo que el Señor/a del Clan no tenga intenciones de repartir los beneficios, o al menos no equitativamente, como hacen las cooperativas, algo similar a eso que ya viene sucediendo con los escritores-fantasma y en, cierta manera, con los correctores de estilo (aunque donde intervienen estos dos no se puede decir que haya literatura en sentido estricto, aunque sí beneficios).

Pero no seré yo quien venga a negar que Nieto Foco o Anónimo es casi lo mismo; entonces ¿por qué no abstenerse de firmar por completo y dejar que los textos circulen huérfanos y se expongan sin rostros ni apellidos y compitan por la calidad entre ellos si de todas formas no habrá billetes de ningún tipo? ¿No obligará al lector a estar mucho más atento, a mejorar su capacidad de discernimiento? ¿No aguzará su olfato cuando intente desentrañar el enigma del autor-estilo? A este paso llegará un momento en que el dinero tendrá tan poco que ver con la literatura que hasta los Vila-Matas o Marías, por nombrar dos estilos brillantes y bien distintos, se apuntarán al juego, por divertirse un poco y marear al crítico.

¿Habrá necesidad de buscar un estilo propio llegado el caso, o más bien querremos diluirnos y plagiar gustosos y con talento al Gran Estilo que sigamos? ¿Ser manieristas del siglo XXI? ¿No hacemos algo parecido sin darnos cuenta, salvo que firmamos y pretendemos ser originales (aunque parte de la originalidad sea inevitable, incluso cuando se debe a la falta de talento)? ¿O acaso no creemos que un texto es bueno cuando nos recuerda levemente a otros, cuando rememora la tradición y al tiempo la reelabora o transforma, y sobre todo cuando consigue desestilizarla y crear voz propia?

Ahora podría detenerme en la importancia de publicar para construir esa voz, porque no existe obra que esté rigurosamente perfilada hasta que haya completado el ciclo y se incorpore a la circulación y se codee con las otras. Pero mientras tanto, ¿a quién no le gustaría firmar Vila-Matas o Marías para que el texto sea leído? ¿No radicaba en eso el asunto literario, en la lectura gozosa?