LagranfouleMAURICE

Elena Gutiérrez

Tengo la cara llena de nostalgia. Nostalgia de los sueños, que cada vez visitan menos la ya casi inactiva locura de mi mente. Maurice he decidido que puede ser el nombre en el que muera el cuerpo que reside conmigo. Por si tuvieran que identificarme. Maurice suena muy bien a mis oídos. Con una rama desatada del bosque, un buen amigo nómada lo ha grabado en mi cuerpo.
Me he levantado hoy, como todas las noches, para después dormir oculto en la mañana. Me he levantado hoy, como todas las noches, para morder la tierra en busca de alimento.
Cientos de incomposturas, de cuerpos medio vivos pululan, como yo, para estirar su sombra entumecida. Pues nadie ha de encontrarnos. Somos cientos de seres avocados a inexistir, a ver un número de muerto, porque, al fin, como los apestados, vagamos.
¿Quién habrá, capaz de ver mis ojos, después del mar? Cuando consiga ser pasado en la tormenta. ¿Quién habrá, disidente del mundo, capaz de ver mis ojos, al otro lado de lo que ni tan siquiera ha sido frente a nada un atisbo de vida?
Maurice me llamo, porque libre yo elijo, sin que en ningún papel figure, el nombre con el que seguir vivo o con el que morir.
Cientos de negros aullándole al silencio. Única posesión, el color. Posesión de un color. Pues otros hombres tienen su piel etérea y fría. Esperan, cual reptil, a engullir la miseria, antes de compartir su pan y hasta la risa, cerca de harapos y desdichas. Otros hombres absorben su hermosura. No dejan que asalten sus jardines pies descalzos que, ocultos en la noche, se han obcecado en huecos imposibles; huecos como letrinas, custodiados por cada afán de ser una voz libre. Hileras adheridas a un retazo de sueño, a pesadilla y desamparo.
Un Universo de hombres. Un campo de hombres lleno.
“Maurice”, yo me repito, “Maurice, da un paso más, y alcanzarás otro lugar más cerca de una posible aurora, donde tú también puedas tener derecho a ser un hombre”.
Yo doy un paso más. Una cadena de “otros” me impide controlar. Este vacío es lento. El vacío de andar sujeto al aire, porque solo es el aire el que acompaña a un fugitivo.
El vacío de estar sin saber si continúa el tiempo. El tiempo es una línea de conducta monótona. Aquí no existen horas ni segundos, solo el sol y la luna. Aquí existe sólo el desasosiego de estar sobre una playa, mediadora del mar.
“Maurice”… alguna vez tuviste el privilegio de aprender a pensar…
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– Soy Maurice. Soy Maurice. He despertado y oigo, enfrente justo de mi cara, pronunciar mi nombre.
Me han hallado libre de mi consciencia, que es de lo único que no quiero ser libre. La palabra libertad se tambalea cuando desguarnecido tu cuerpo se defiende. Cuando ya ni tu cuerpo te acompaña, y tu mente precisa vislumbrar todo lo que de pronto llena los iris de tus ojos.
-Soy Maurice.—Una mujer me mira. Su rostro compadece mi terrible apariencia. Un gendarme retiene mis suspiros, retiene hasta mis ansias de llorar.
-Maurice está asustado—me digo en el idioma que solo yo comprendo.
No sé si he atravesado el muro, después de tantos días esperando, o si me ha echado al mar la multitud, como arrastran las fieras a todo el individuo que cae sobre la faz de la manada. La pobreza me arrastró a querer ser un ciudadano singular de este país que no es el mío. La pobreza me arrastró. No me arrastró una mente volcada, sin formación alguna y con ansias de ser, obnubilada la razón. Mi mente, en mi lugar, sí tuvo el privilegio de saber, pues muy pocos tuvimos en la aldea la posibilidad de estar, para encontrar borrada la ignorancia, en convivencia con los libros. Muy pocos en mi aldea llegamos a vivir en la ciudad, algunos años de idas y venidas, en el viejo autobús, algunos años de trabajo y estudio.
Si alguno de vosotros, de los que viven dentro de las normas, si alguno de vosotros me pudiera escuchar… Si alguno me escuchara le diría que no por ser distinto, que no por tener rostro diferente, significa del mundo ser seres despreciados y animales indignos.
-Soy Maurice. Nadie debe temer que me comporte como un animal preso. Como un león que al verse libre de su jaula ataque sin piedad. Entiendo que la mujer de al lado fue la mano bendita que se allegó hasta mí y me ha salvado. La miro porque la amo, aunque no la conozco. Entre millones somos, y al fin la cuenta justa que da el anonimato nos sorprende perdidos. La miro y soy capaz de hablar con mi mirada. La miro y yo la hablo. Ella ha de saber que, al enfrentarse al tiempo dos rostros que se aman, solo sus ojos son los que saben hablar cuando se encuentran, al filo de un segundo, aunque millones sean las miradas. Creo que me ha entendido. Si tuvo corazón para entregarme, a pesar de sus miedos, ahora en su sonrisa yo sé que he de seguir, que de su mano amiga encontraré la ruta para vivir de nuevo.

Elena Gutiérrez

Imagen: «La grande foule» (‘La gran muchedumbre’), de Antonio Saura.