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Ignacio Sanz, Todos queremos beber cerveza y otras historias felices, Segovia,

 

Se me figura que Mamerto Bailón, prologuista del largo, fresco y sabroso trago de narraciones de varia condición que Ignacio Sanz ha agavillado en ‘Todos queremos beber cerveza’ es un digno descendiente de aquellos golfetes del Medievo conocidos como goliardos, a quienes siempre me imagino golpeando la barra de madera sin desbastar de una posada confusa de efluvios de malta con enormes jarras rebosantes, al compás marcial de los Carmina Burana. No me extrañaría, dicho sea en medio del barullo y el bullicio tabernarios, que este catador profesional de cervezas, que firma el prefacio y luego se asoma indiscreto, como disertador, en una de las historias, desde la plaza de Íscar en concreto, fuese en realidad un alter ego con proyección internacional del propio autor segoviano, una especie de rey Midas, porque todo asunto que toca, hasta el más peregrino, lo convierte en oro narrativo, es capaz de sacar petróleo, aquí toda la espuma posible, a un motivo a priori con escaso recorrido y poca chicha. Se nota que es un narrador nato, fogueado en la juglaría oral, con su busilis dominado y su inveterada retranca. Así que cada libro suyo es una fiesta; ésta, chispeante, rabelesiana, hrabaliana.

Creo que no se puede decir más en todos los órdenes, desde el punto de vista épico, a favor de la cerveza, desde sus orígenes históricos hasta los eslóganes para aumentar su consumo, que lo que ensayan desde cualquier ángulo estas páginas, cuyo norte, como siempre en I.Sanz, es la amenidad, si bien, de camino, entre bromas y veras, nos proporcionan la lección de un estilo biselado, curtido –ahormado preferiría seguramente él- a lo largo de numerosas obras, que suena a gloria bendita, sólo parangonable en nuestras letras al del malogrado Avelino Hernández, con ese regusto a castellano de toda la vida, tanto en vocabulario y expresiones como en dicción, el que ya casi nadie habla y menos escribe, ahora que hasta los poetas, no digamos los narradores, aun los más reconocidos, se limitan a moldear un español estándar, pobre donde los haya.

Además, como de costumbre, es capaz de caracterizar de una pieza a personajes que se nos quedan grabados en la memoria, en esta ocasión santos y empedernidos bebedores: Pifa Corredera, guía ocasional, acordeonista, con la cabeza a pájaros; el funambulista Jaime de la Chana, en el punto exacto de la inspiración, en el quicio de los efectos subitivos y bajativos del alcohol; Cristina, pionera y excéntrica, librepensadora y cosmopolita de pueblo, recitando en uno de sus derrotes melancólicos a Ángel González y dictando luego su testamento parrendero y epicúreo; los esquiladores polacos con sus máquinas eléctricas descoyuntadas pelando ovejas en un plisplás…

A través de los cuentos, por añadidura, se nos ofrece un recorrido diacrónico que se remonta a la Orden del Císter, “la primera multinacional europea de la cerveza”. Y aún más atrás, a civilizaciones antiguas, como la sumeria o la egipcia. Y luego la celtíbera: vacceos, pelendones o arévacos (la caelia numantina). Plagado, además, de un anecdotario harto curioso. Así, por caso, nos remite a la impar visionaria y mística Hildegarda de Bingen, que según parece, al incorporar el lúpulo al líquido hasta entonces dulzón le confirió “el toque amargo tan característico y definitivo”.

Como es natural, antes de abrir el libro no podemos por menos que ir hasta la nevera a por un botellín bien frío –de cerveza artesanal, claro, y anda que por suerte no hay ahora oferta amplia, sin ir más lejos, en nuestra Comunidad- para acompañar, de paso, la invitación inicial a la caminata, e ir escanciándolo sorbo a sorbo, narración a narración. Se debe perseverar entre cuento y cuento con trigueña clara, rubia, tostada o negra, si bien es recomendable acabar achispado, pero no cocido de todas. De esa manera, cuando cerremos este libro misceláneo, escrito como en trance, a gollete, construido “con pequeñas teselas como si  conformaran un mosaico, mezclando el apunte literario, la crónica y el relato” iremos para celebrarlo a por la penúltima, para sentir en el paladar el regusto de una prosa “chispeante e imaginativa”, de buena ley, con la densidad cereal de la malta y la pizca leve de acíbar del lúpulo. Goliardos al poder (perdón, al barril). Arriba la birra. Salud.