LA PLENITUD DE NACER DEL FUEGO

Por Ronald Campos López

 

 

Nieto, Pepa. Nacer del fuego. Madrid: Polibea, 2015. 80 pp.

 

Pepa Nieto (A Coruña, 1945- ) es una reconocida escultora, poeta y promotora cultural española. Desde 1998 hasta hoy, nos ofrece una obra poética variada. En esta, podemos encontrar seis poemarios: Vencida por setiembre (1998), Como ceniza (2000), Antes y después, el mar (2004), La mano del ángel (2008), Tiempo inhabitable (2011) y, más recientemente, Nacer del fuego (2015). Como nos advierte desde el prólogo la propia autora, este último poemario no es una mera antología de su poesía erótica. Si bien congrega algunos aquellos poemas eróticos, procedentes de Vencida por setiembre y La mano del ángel principalmente, también ofrece nuevos inéditos, más que todo en la primera parte de este nuevo libro.

Nacer del fuego nos anticipa, desde el título, el hecho de que asistiremos a una experiencia vivencial de deconstrucción. El fuego, entre otros aspectos, representa simultáneamente una fuerza destructiva y una constructiva; un agente que posibilita, en términos rituales, una purificación y una regeneración. Este particular fuego que Pepa Nieto nos ofrece simboliza, sin duda alguna, el erotismo: ese progreso, ese ritmo que le permite a la hablante lírica la desintegración de su ser y realidad angustiante, para nutrirla, física, psicológica, espiritual y sexualmente con sus propias cenizas, hasta el punto de posibilitarle su resurgimiento, su transformación hacia una realidad más plena y que lleva al ser a aceptar lo positivo del tiempo en medio de su devenir.

Según el antropólogo Gilbert Durand, lo imaginario rige el pensamiento humano, ya que su función es crear una fantástica trascendental ante el enfrentamiento del ser humano contra el paso del tiempo. La creatividad, por tanto, constituye un intento, una respuesta ante la angustia generada por el devenir. En Nacer del fuego, Pepa Nieto ha decidido invitarnos a vivir junto a ella, o como ella, su fantástica trascendental, basada justamente en una de las fuerzas más arquetípicas, fundacionales y reveladoras del ser: el erotismo.

A través de las dos partes de Nacer del fuego, los tres regímenes de lo imaginario que Durand establece, es decir, los regímenes diurno, nocturno y copulativo, se relacionan dinámicamente, equilibrando la intensidad existencial, íntima y erótica.

En primer lugar, la hablante lírica se refiere a la ausencia del amado; a la quietud, soledad y muerte que es su vida sin aquel. Por eso, ella tiende a recordarlo apesadumbrada, en una cantidad significativa de imágenes y poemas como “Ausencia”, “La pobre vida de los besos”, “Nuestros besos”, “Tal vez”; o estos versos de “Yo te bautizo, amor”: “Es de noche en mi alma,/ día y hora del tiempo detenido,/ como siempre/ la hora de pensarte,/ porque sin límites te pienso,/ confieso que te pienso,/ sé muy bien cómo herirme, lo juro” (p. 41); o bien estos de “Provócame la muerte que conoces”: “Es como un tiempo incierto,/ una noche de tantas,/ un lamerte la piel/ detrás de las cortinas que te exhiben,/ reclamando el olvido de tu nombre,/ sabiendo al fin/ que el regreso hacia ti/ es una apuesta equivocada” (p. 38). Se puede observar que el recuerdo del amado y su consecuente nostalgia invaden la tarde (“La bombilla te observa/ y te amedrenta,/ tiene miedo al perfume/ melancólico y triste de la tarde”, p. 27) y se intensifican hasta convertirse en angustia por la noche. Con símbolos nictomorfos como la noche y sus sombras, se representa una realidad nocturna negativa que, asociada al paso del tiempo, ata la memoria y el ánimo de la hablante lírica. Esta realidad envuelve dramáticamente el espacio y lo vuelve tormentoso: “El salón en penumbra es un fracaso,/ un enlutado tiempo/ donde llueven palabras olvidadas/ y los truenos me inducen/ como puertas abiertas/ a cualquier suicidio de mi mente” (p. 25). En esta última cita, se puede observar cómo se recurre asimismo a símbolos teriomorfos como la lluvia y los truenos, con el fin de reafirmar no solo las inclemencias del espacio exterior, sino también el caos en el espacio interior. De ahí que el suicidio pueda considerarse un símbolo catamorfo, pues alude a esa caída física y emocional de la hablante lírica.

Esta caída es recurrente en poemas como “Cuidad el beso”, “Como antes, aún, las margaritas” o estos versos donde, además, se relaciona con el otoño y la sequía —símbolo teriomorfo—: “Mientras todo está así, tan quieto,/ tan sin hojas el árbol,/ tan sin sentido./ Y mi sensatez no es sino yerba quemada,/ cráneo ceniza/ que busca de algún río los canales” (p. 55). Esta caída, esta sequía, este silencio, esta muerte llevan a la hablante lírica a considerarse que “todo hace caminar igual que un zombi” (p. 25). La caída se debe, principalmente, al deseo erótico y amatorio de reunirse de nuevo con el amado, tal y como se desarrolla en el poema “Callas desde la noche cuerpo a cuerpo”.

A pesar de todas estas redundancias simbólicas, la noche, la ausencia, la sequía o la lluvia y la caída tienen su contraparte. Así es como, en primer lugar, los símbolos espectaculares (la luz, el amanecer, el fuego y la lumbre) contrarrestan aquellas penumbras solitarias, de modo que el amado regresa “bañado por el fuego,/ vuelves adicto a mí/ incendiándolo todo” (p. 40) y la hablante lírica —canta— “sería la luz/ abierta hasta los bordes,/ queriendo rescatarte de tu herrumbre./ porque te llevo al fin/ tatuado en mi cintura” (p. 57). En segundo lugar, frente a aquel clima devastador, el agua y el fuego, en el poema “Mientras todo está así, tan quieto”, se convierten en símbolos diairéticos, así como “Cualquier objeto es gozo/ en esta estancia abierta/ al olor de los cuerpos chorreando,/ al vaivén de las bocas/ sobre sábana oculta,/ lamiendo los ombligos de la tarde” (pp. 25-6). Por último, aquella caída emocional y física es resuelta por medio de símbolos ascensionales como el beso, los pájaros y la posición erguida de las espigas. Estos tres le sugieren a la hablante lírica que “Todo [es] nuevo,/ somos ave que empieza,/ y vuelas,/ y mi cuerpo es aire de otro tiempo,/ el de siempre” (p. 53).

Poco a poco, la hablante lírica nos va conduciendo desde el régimen diurno hasta el régimen nocturno. A través de símbolos de la intimidad (el centro, los alimentos y el vino) y símbolos de la inversión (la música, los colores, el mar y la noche tranquila), nos invita a asistir a ese lugar seguro, eufemizado con sabores agridulces, olores placenteros y sonidos armoniosos. La suma de todos estos símbolos se puede leer en el poema “El café”.

En medio de estos lugares íntimos y estas noches tranquilas, la hablante lírica y su amado se van internando, y con ellos a nosotros, en el régimen copulativo. Este régimen se caracteriza por que permite al ser dominar el devenir del tiempo mediante la repetición de instantes temporales. Por eso, este es el régimen que posee mayor desarrollo simbólico en el poemario, debido a los instantes que condensan reiterada y significativamente la intensidad erótica.

De los símbolos del progreso que expresan la intensidad erótica vivida en los instantes cíclicos, es el fuego el más significativo. Desde el título mismo del poemario, el fuego nos anuncia el ritmo y la potencia de la sexualidad: el frotamiento erótico y vital que con sus labios, lengua, aliento, piernas y “El pubis [que] se impacienta, crece…” (p. 44) la hablante lírica comparte con su amado, o bien consigo misma: “Hago el amor con él, sin él, me duermo./ En un segundo me transformo” (p. 26); “Es medianoche y estoy desnuda./ Para mi asombro,/ este manjar de dioses lo hago mío” (p. 76).

El fuego también representará no solo el amor erótico, sino también el amor místico. Estos dos amores se encuentran interrelacionados desde la mitología y religión judías. En la tradición poética en lengua española, san Juan de la Cruz es uno de los que mejor conjugan el amor erótico y místico en sus poemas. De ahí que la hablante lírica invoque a este poeta en “Si fueras tú, san Juan, el que me amara”, le exprese su deseo vehemente de que ojalá fuera él su amado, para que con su maestría, consciencia y palabra (poética-erótica-mística) la llevara a reunirse interior y profundamente con la alteridad, sea el amado o la divinidad; la llevara al éxtasis de la unitas spiritus.

A pesar del fuego como símbolo del progreso, son sin duda los símbolos cíclicos los que mayor presencia tienen dentro del poemario.

Como se ha dicho, la hablante lírica vive en un tiempo cíclico. El tiempo y el espacio no se distinguen sino que son uno solo. Por eso, en primer lugar, las siestas y, en especial, los días domingo representan justamente este ciclo espacializado del erotismo. De ahí estos versos de “No sabría decirte”: “Lo cierto es que ha sido fácil/ después de aquel amor/ incierto o aparente,/ dormir sobre tu hombro/ rozándonos la piel/ mimosa de domingo” (p. 34); o bien el poema “Queridas siestas”.

Por otra parte, relacionados con los ciclos temporales, la hablante lírica se ensueña a sí misma, a su amado, y aun a una amada, a través de los períodos de germinación y crecimiento de la vegetación estacional. Por eso, la feminidad, el erotismo y la fecundidad se representan por medio de elementos agrícolas y plantas: “Y tú como la siembra,/ y sobre mí tu siembra” (p. 21); “Miro la flor de las orquídeas/ y le veo,/ es como si mi vida dependiera/ del color casi azul de las orquídeas” (p. 26); “Y seremos espiga, te aseguro,/ como de tierra cultivada” (p. 63); “En plena noche busco la flor blanca,/ la desnudo, te desnudo./ Improviso que, de tu parte,/ la bella flor nos acaricie” (p. 72). Estos motivos vegetales no hacen sino prometer el eterno retorno, experimentado a través del amor erótico: “Todo ha de ser otra vez nuevo,/ otra vez/ como me habitas siempre,/ como nos habitamos.// Así./ Y no habrá noche/ mientras tus manos fluyan cristalinas/ y yo las reconozca, antiguas,/ nuestras,/ como el milagro de este fuego” (pp. 61-2).

Por lo anterior, la muerte adquiere ahora cualidades positivas. Ella no se asocia ni a la degradación ni el aniquilamiento del ser, sino a la purificación y la regeneración que el amor permite: “Y en este caminar/ hacia la dulce muerte,/ piel con piel nos mojamos./ Es el nacer del fuego./ Triunfantes nuestras piernas/ agonizan amándose…” (p. 40)

En el poema “Noche de san Juan”, la vivencia del tiempo cíclico, la regeneración de los vegetales, el eterno retorno y la noción positiva de la muerte se complementan con los ciclos y fuerza lunares, y la energía, el ritmo regenerador y el orden cósmicos que los sacrificios garantizan. Durante la celebración ritual de san Juan, la hablante lírica se ofrece no solo a su amado y al cosmos, para que el poder del fuego físico y erótico conserven la experiencia periódica del amor y la vida en pareja.

En definitiva, con este discurrir, con este recorrido por la fantástica trascendental que Pepa Nieto nos ofrece en Nacer del fuego; con este tránsito desde el régimen diurno de lo imaginario, pasando por el régimen nocturno hasta el copulativo, se nos ilustra cómo la soledad, el paso angustiante del tiempo, la caída, la purificación, la luz, la elevación, el lugar seguro y la noche tranquila, el gozo y la sensualidad, el fuego vivido amplia y vitalmente, la ensoñación y las experiencias del tiempo cíclico interactúan en un dinamismo equilibrado dentro de este poemario que hoy nos congrega; en este poemario, donde la intensidad del erotismo conduce a la hablante lírica, a Pepa Nieto y a nosotros mismos hacia la plenitud de nacer del fuego.