Dos microrrelatos y un miniepílogo

Óscar Esquivias

 

El joven de Gorea

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[Foto: © David Palacín]

 

Aquel hombre santo era capaz de borrar las nubes de los ojos de los enfermos. Para ello, soplaba sobre los párpados y, en los casos más difíciles, los untaba con una mezcla de barro y saliva. Decía que devolver la vista era sencillo; lo difícil era limpiar la mirada. Cuando murió, alguien colocó una moneda sobre cada uno de sus ojos y después se los vendó. El cuerpo rígido del hombre santo quedó expuesto sobre una alfombra de su casa, vestido de blanco. Tenía otro pañuelo atado a la cabeza para sujetarle la mandíbula, los brazos cruzados y las muñecas unidas por un cordón. Sobre el pecho, un ejemplar del Corán, con tapas rojas y el filo de las hojas pintado de un dorado intenso. Yo era entonces un niño, pero me acuerdo de todo esto muy bien (aunque mi madre dice que lo de las monedas me lo he inventado). Le enterraron en el cementerio de Ouakam, bajo la sombra de un árbol con su tronco recién encalado, blanquísimo, cerca de un muro lleno de buganvillas que aleteaban como mariposas. No se sabe quién lo pagó todo (las ropas, el entierro, la lápida). Los días que no hay turistas en Gorea, salgo de la isla y me acerco a Dakar para visitar su tumba. Mi madre siempre dice que, cuando nací, yo no tenía luz en los ojos y que él me la dio con su saliva. También puso su índice sobre mis labios y aseguró que tendría el don de la elocuencia. A veces pienso que sigo ciego y mudo, que en mis veinte años aún no he aprendido a ver y que todavía no he pronunciado las palabras que Alá, en su infinita sabiduría, ha previsto que yo, algún día de mi vida, diga. Mientras eso sucede, visito la tumba del hombre santo y rezo y medito allí. Cuando regreso (y esto ya ha dejado de sorprenderme), siempre encuentro en la arena de los caminos del cementerio un pañuelo anudado con dos monedas en su interior, que luego entrego al primer mendigo que veo en las puertas del camposanto de Ouakam.

 

 

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Curso de natación

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[Foto: © Francisco Sánchez Montalbán]

Aprendí a nadar el verano que mis padres se separaron. Aquel año no fuimos de vacaciones a San Vincenzo (donde vivían mis cuatro abuelos) y permanecimos en Florencia. Mamá nos apuntó a mi hermana Stefania y a mí a un curso de natación en la piscina Le Pavoniere, que está en una suntuosa villa del Parco delle Cascine, escondida entre enormes árboles, en el lugar más umbroso y frío de la ciudad. Nuestro monitor se llamaba Davide y trabajaba de socorrista. Mi hermana decidió ya el primer día que era el hombre más guapo del mundo y que debíamos casarle con mamá.

Stefania tenía catorce años. Yo, doce.

Las clases de natación empezaban a las nueve de la mañana, cuando la piscina todavía no estaba abierta al público. Antes de zambullirnos en el agua, hacíamos unas tablas de gimnasia en el césped. Los niños formábamos un corro y Davide se colocaba en el centro para explicarnos los ejercicios. El monitor iba en traje de baño, llevaba el torso cubierto por una camiseta del restaurante La Magnificenza y nunca se quitaba las gafas de sol, aunque el día estuviera nublado. Tenía unas piernas morenas, densamente cubiertas de vello. También el ombligo, que descubría cuando levantaba los brazos y la camiseta se elevaba como un telón.

–Es perfecto para mamá –aseguraba Stefania.

Una vez dentro del agua, cuando avanzaba pataleando entre las corcheras agarrado a la tabla, sólo alcanzaba a ver las piernas de Davide. Siempre estaban allí, al borde de la piscina, como dos columnas. El monitor palmeaba para animarnos, nos gritaba órdenes, corregía nuestras posturas, nos reñía si nos deteníamos y nos agarrábamos al brocal. Yo trataba de imaginar cómo sonarían con su voz las frases «Levantaos, hay que ir al colegio», «Comed todo lo que hay en el plato» o «Un beso y a la cama».

No sé por qué (quizá me convenció de esto Stefania), pensaba que si hacía bien los ejercicios todas esas fantasías se cumplirían: Davide se enamoraría de mamá, luego se casarían y viviríamos todos juntos en casa. Así que me esmeraba en batir las piernas con ritmo, en aguantar la respiración y soportar el cansancio.

Nunca me he esforzado tanto, jamás he puesto mayor empeño en ninguna otra cosa.

Cuando acababa la clase, salía del agua aterido, temblando, con la piel azul del frío, feliz y desazonado.

A mediados de agosto, papá volvió a casa.

 

 

Epílogo

 

 

Mi primera vocación no fue la escritura, sino el dibujo, y quizá por ello tengo un gran amor por las imágenes y me resultan muy inspiradoras. Hay veces que mis ideas narrativas nacen de una sensación plástica y, así, en mi libreta de apuntes se alternan los dibujos con las anotaciones: para mi labor posterior de escritura a menudo me resulta más útil el boceto pintado de un rostro que he visto por la calle que unas líneas que lo describan. Por eso, me ha resultado siempre muy enriquecedor colaborar con fotógrafos. Lo he hecho especialmente con mi querido amigo Asís G. Ayerbe, con quien he publicado varios libros, pero también he trabajado con otros artistas. Los dos cuentos que presento aquí nacieron de sendos encargos. David Palacín y Francisco Sánchez Montalbán estaban preparando exposiciones, uno en Dakar (Senegal) y otro en Cartagena (España), y me solicitaron un texto que acompañara a alguna de sus fotografías. Palacín me envió varios retratos muy expresivos, casi pictóricos, de los habitantes de Gorea, la famosa isla donde siglos atrás los negreros concentraban a los esclavos que luego enviaban a América. Los rostros de los personajes fotografiados por Palacín me cautivaron. De esos ojos y labios intensos nació mi cuentecito, en el que la capacidad de mirar y la elocuencia tienen tanta importancia. Por su parte, las fotos de Francisco Sánchez Montalbán reflejan en blanco y negro paisajes cotidianos, captados con una dulce mirada irónica. A mí me gustó especialmente la imagen de las pantorrillas del David que se encuentra en la plaza de la Señoría de Florencia. Me recordó mi niñez, cuando yo entrenaba en las piscinas de Burgos, en un equipo deportivo que llevaba el sonoro nombre de «Salvamento y socorrismo» (yo nado muy mal y hoy no sería capaz de salvar ni a un gorrioncillo). En algún sitio de mi memoria estaban las piernas del entrenador al borde de la piscina, esbeltas e inalcanzables, y con ellas el germen de esta historia florentina.