el lago azulPoder entregar al adolescente que fuimos sus ambiciones incumplidas, pero sus sueños impolutos.

Nicolás Gómez Dávila

Me llama el redactor jefe de cultura de la revista en la que colaboro con artículos, reportajes, entrevistas, loquesea. Oye, me dice, ¿te interesa entrevistar a Brooke Shields? ¡Brooke Shields!, le digo, ¿Cómo se te ha ocurrido que me pueda interesar? ¿te he hablado alguna vez de ella? No, me dice, creo recordar que la citabas en algún sitio y por eso se me ha ocurrido, pero no te hagas ilusiones, eh, no te vas a ir a cenar con ella ni nada de eso, es una de esas promociones de llego, recibo uno tras otro a los periodistas y me vuelvo por donde vine, quince minutos de entrevista te dan, ¿cuento contigo o qué?

   La primera vez que entré solo en un cine fui a ver El lago azul, una extenuante colección de cromos más o menos sensuales para admiradores del cuerpo adolescente y acríticos creyentes en los paraísos perdidos que exigen un naufragio para ser alcanzados. La protagonizaban un chico rubio cuyo nombre no he retenido y una muchacha de quince años llamada Brooke Shields, la sensación de la temporada, “es tan guapa que no tiene ni que terminar el Bachillerato”, decía un comentarista de ella, faltaba mucho para que esos aguijones del machismo se afearan a quienes los producían. Yo tenía diecisiete años, uno más que Brooke Shields en ese momento, pero dos más que ella cuando hizo la película.  Estaba acabando el tercer año del Instituto –en el rincón izquierdo con un peso de demasiadas páginas El árbol de la ciencia, La colmena y Tiempo de silencio, en el otro rincón con un exceso de grasa lírica La destrucción o el amor, Poeta en Nueva York y Libro de las Alucinaciones: o sea, para buscar un libro que dijera algo de nosotros teníamos que buscar en otro sitio, en revistas o alumnos mayores, se hablaba de Herman Hesse en el lado de los melenas que fumaban marihuana y de Bukowski en el lado de los broncas de billar que se rapaban las sienes, en el lado de los que buscaban algo sobre sí mismos en los libros, las cubiertas con muchachos guapos de las novelas del cura Martín Vigil: leí El lobo estepario, leí La máquina de follar, leí Cierto olor a podrido. Son los libros más importantes de mi vida: los leí para saltar una tarde de domingo por no saltar del balcón, porque una de mis más evidentes pesadillas consistía en no tener ni idea de qué hacer los domingos por la tarde, hasta que descubrí que podía apagarlos leyendo. No es que fuera un lector empedernido ni un enfermo de literatura, por entonces todos leíamos lo que podíamos, muy al tuntún, como debe ser, Trópico de Cáncer de Henry Miller o los Diarios de Anais Nin, y no existía aún ese cáncer llamado literatura juvenil, aunque puede que empezara por entonces con La historia interminable de Michael Ende, no sé, también la leí por cierto, menudo muermo. Igual que tenemos que ajustar los precios del pasado para darnos cuenta de cuánto valían las cosas y traducirlos a los precios del presente, algo así se puede hacer con las edades quizá: los diecisiete años de entonces, comienzos de los ochenta del siglo XX, se corresponderían con los veintidós o veintitrés de 2012 (ahora El árbol de la ciencia de Pío Baroja sólo lo leen los que estudian Filología y alcanzan el último curso, me he informado).

   Hasta la comida todo iba bien, las horas todas tenían su sentido y yo algo con que llenarlas, solía haber partido los domingos por la mañana, y o jugaba yo o iba con unos colegas de mi equipo a ver cómo lo hacían los de los equipos rivales. Pero cuando cada cual tiraba para su casa y me tocaba a mí ir a la mía, un desasosiego intenso empezaba a acuciarme plantando un grano de hielo en mi espalda o pinchando con un alfiler caliente mi nuca: la sensación de agorafobia a la que no sabía ponerle nombre –porque no era agorafobia estrictamente, nada de miedo a los grandes espacios, sino más bien miedo a una gran cantidad de tiempo sin planes- me oprimiría el pecho después de la comida, y no sabría aliviarlo sino con algún que otro bufido de tensa hartura. A veces me lanzaba a la calle a sabiendas de que eso no mejoraría las cosas –nadie por la calle, una bomba de neutrones había estallado en alguna parte y había dejado intactos los edificios pero ningún superviviente más que yo mismo y algún que otro perro o gato callejero- y volvería por donde había venido, más aplastado por la angustia, comprobando atónito que sólo había pasado una hora desde que me fui. Al volver pasaba por el cine Lealas, y allí veía parejas o grupos de amigos haciendo cola para entrar a ver lo que diesen, la película del domingo, no había mucho donde elegir, había tres o cuatro cines en la ciudad, uno, el Cine Rivas, estaba donde Cristo perdió las ganas de salvar el mundo, había que cruzar demasiados barrios malos para llegar a él, otro, el Teatro Villamarta, un auténtico palacio, sólo ponía películas que si no habías visto ya en televisión era porque no tenías televisión –aunque allí fuimos a ver Evasión o victoria, de John Huston, y en realidad no fuimos a ver una película, sino un partido de fútbol entre presos nazis (Pelé, Ardiles entre ellos) y los nazis, y el patio de butacas se convirtió de veras en las gradas de un estadio, y se cantó el gol de chilena de Pelé como si nuestro equipo subiera por fin a primera división con ese gol (la liberación de Francia nos la traía floja, y de hecho yo no celebré que Silvestre Stallone parara el penalti del último minuto porque así no se para un penalti en la vida, basta haber visto una tanda de penalties para saber que así no se para nunca un penalti, con esa palomita absurda y el portero quedándose con el balón, y en el fondo yo iba con los nazis, que llevaban una equipación mucho más bonita, lo que era muy importante en los partidos en los que no jugaba tu equipo). Había otro cine con fama de poner películas raras al que iban los intelectuales, pero no consigo acordarme ahora de cómo se llamaba, sé dónde estaba, cierro los ojos y puedo seguir perfectamente el laberinto de callejuelas que había que dejar atrás para llegar a la plazuela de naranjos donde estaba, pero no hay manera de poner en pie una sola de las sílabas de su nombre y lo más triste de todo es que en mi delgada agenda telefónica no hay un solo número al que pueda llamar para obtener una pronta respuesta.

   El cine Lealas era el que más cerca quedaba de mi casa. El primer cine al que recuerdo haber ido. Una tarde mi padre nos recogió en el colegio a mis tres hermanos y a mí y nos llevó a ver Tiburón. Se nos quitaron las ganas de ir a la playa durante meses. Mi madre no vino porque prefirió quedarse a cuidar el bebé que acababa de tener y porque la horrorizaban las películas de miedo. Siempre me he preguntado por qué nos llevó mi padre a ver Tiburón al cine Lealas, supongo que quería verla él y nos puso de excusa a los niños para no tener que ir solo al cine, ir solo al cine era lo peor, nunca antes nos había llevado al cine, y aunque por unas semanas pareció que lo tomaba como costumbre porque un mes después de Tiburón nos llevó a ver King Kong, el espejismo duró poco. Por cierto que recuerdo, en King Kong, haber padecido el primer arpegio de deseo erótico por una mujer, Jessica Lange, justo en el momento en el que el barco la recoge, náufraga inconsciente, y la acomodan en un camarote con aquel espléndido bañador que eran dos tiras cubriéndole las tetas y uniéndose para formar la braga a unas cuantas pulgadas del ombligo (mi psicoanalista toma apuntes sin mover un solo músculo de la cara, anota en su cuaderno: hembra hermosa inconsciente y naufragada, y espera más revelaciones para edificar la mujer ideal que él cree que ha formateado mi subconsciente).

   Al cine había que ir con los amigos, y yo iba algunos sábados, pero ¿con quién iba a ir a ver El lago azul? Le oí a alguno de la pandilla del Instituto, que ya había visto las fotografías colgadas en el cartelón protegido por un vidrio del Lealas, que era una película para pajilleros, y los demás no mostraron el más mínimo interés en ir a verla, y yo cada vez que pasaba ante el cartelón del cine Lealas vigilaba que por el otro lado de la calle no viniese nadie y me quedaba un rato a contemplar las fotografías, Brooke Shields con su mirada celeste, con un palo tratando de pescar, posando en bikini y entregando su espalda a las arenas hambrientas. Un sábado lo propuse, dije en la pandilla: vamos a ver El lago azul, y me abuchearon, me pusieron de cursi para arriba, y empezó a entrarme el agobio porque las películas las cambiaban cada dos o tres semanas y aunque me había habituado a conformarme, también sabía que no sabía engañarme a mí mismo, y necesitaba ver esa película, necesitaba ver a Brooke Shields, no me bastaba, ni muchísimo menos, saberme sus curvas de memoria, poder dibujar, con los ojos cerrados y sin ser bueno dibujando, los rasgos de su rostro. Tenía la vida dividida en dos pandillas y en ninguna de ellas cabía la película de Brooke Shields: por una parte estaban los compañeros del equipo de fútbol, que ya tenían claro que los domingos por la tarde había que dedicarlos al transistor, a seguir la jornada de liga, antes de tener que salir a buscar a la novia y pasar un rato con ella. Era una pandilla de vestuario y gradas y poco más. Y luego estaba la pandilla del Instituto, que no era exactamente una pandilla de frikis cinéfilos, pero se veía que haber entrado en el Instituto les había dado a todos los que la componían aires de exquisitos y se negaban a ir al cine por ir al cine, o sea, iban al cine para ver una película, no porque los sábados tarde o los domingos tarde hubiera que ir a tragarse lo que hubiera, había que tener una razón, el director o el género o lo que fuera. A pasar el rato se iba al parque, que era gratis, y pasaba el mismo número de mujeres inconquistables que en la pantalla. De aquella época recuerdo El resplandor, Holocausto caníbal, Toro Salvaje, Viernes 13, La niebla Viaje alucinante al fondo de la mente. Todas me gustaron, pero no porque me gustaran, sino porque lo que me gustaba era el meticuloso rito de ir al cine, el momento de incertidumbre al contar las monedas y ver que faltaban unas cuantas para pagar la entrada y no saber si en el monedero de mi madre iba a conseguirlas o tendría que ir al tabanco donde se aparcaba los sábados mi padre a pedírselas a él, que si no las tenía se las iba a pedir prestada al tabernero, siempre con su tiza en la oreja y su cigarrillo apagado entre los labios con un fondo de botas de vino.

   Muchas veces se me había impuesto la necesidad imperiosa de ir a algún sitio gracias a las cuales me había adiestrado en la tarea de convencerme de que no iba a perderme nada si no acudía. Desde el Big Bang nunca había pasado nada importante en ninguna parte, podías perderte cosas, pero no pasaba nada por perdértelas, todo seguiría igual. El sol saldría por el mismo sitio y se pondría por donde siempre, y cada año habría una Miss Universo nueva a la que nunca conocerías, y Mari José Peña no te diría jamás que sí a ir a bailar alguna noche porque nunca se lo propondrías y te conformarías con su luz, porque Mari José Peña era el sol, se estaba bien a millones de kilómetros de distancia, pero si te acercabas te convertías en incendio, te calentaba porque estabas a la distancia adecuada para que fuera agradable y no te convirtiese en una pira (ay, aquella mañana en la que salió de los vestuarios por primera vez sin la parte de abajo del chándal, con unos puchos, así se decía, azul marino, que eran en toda regla unas bragas, con camiseta sin mangas, y vimos por primera vez el terciopelo rubio de su sobaco, y aquellos muslos que parecían estar hechos de luz –como si lo que brillaran no fueran sus muslos porque el sol se los lamía, sino el mundo entero porque recibía la luz de esos muslos, que eran el sol, ay, aquella mañana si estuve a punto de decirle “te vienes a bailar el viernes”, pero no, no fui capaz, no te pierdes nada, me dijo el policía que llevaba instalado en el cerebro). Se me da bien engañarme, de hecho creo que es lo mejor que se me da, son muchos años ejercitándome en ese delicado deporte. Pero aquella vez no, me dije, con Brooke Shields no, a Brooke Shields vas a verla, solo mejor que acompañado, ir acompañado sería estropearlo, es una cosa entre ella y tú, al fin y al cabo es una suerte que nadie de la pandilla quiera ir a ver El lago azul porque eso te pone en la tesitura de exigirte a ti mismo que vayas, no te lo estás exigiendo tú de todas maneras, te lo está exigiendo ella, esa boca, esos ojos, ese cuerpo.

   Así que una tarde de domingo de esas que se presentaban extensas como un desierto, me decidí al fin, sin estar muy convencido de que sería capaz de hacerlo, poniéndome a prueba a cada paso, el dinero en el bolsillo sí, pero eso no quiere decir que vaya al cine, el caminito por delante, claro, pero puede que sólo estés dando un paseo, imponiéndome cláusulas, si tuerces la calle del cine y desde la esquina no hay una sola persona en la cola de la taquilla, entonces sí, como haya una sola persona, entonces no. La meteorología ayudaba: hacía frío aquella tarde, a pesar de que estábamos ya a finales de marzo, una tarde desapacible, ideal para quedarse en casa, bien, muy bien por el tiempo, estaba de mi parte. Había tres personas ante la taquilla cuando llegué a la esquina desde la que ya se divisaba el cine, a lo mejor el que despacha es rápido, no tiene que dar cambio, los compradores se escabullen enseguida en el interior del cine y cuando yo llegue a la altura de la taquilla ya no hay nadie, había que ir un poco más lento, darle una oportunidad al azar, uno de los que estaba ante la taquilla se metió en el cine, me quedaban treinta metros para llegar a la taquilla, podía demorarme ante la cartelera, hacer como que sólo detengo mi paseo para curiosear qué ponen, esperar allí mirando las fotos de Brooke Shields y el chico rubio en su paraíso perdido en el Pacífico a que no hubiera nadie en la taquilla. Y sí, eso fue lo que hice. Bastó una mirada a las fotos de Brooke Shields, bastó vigilar la taquilla, ver que por fin no había nadie porque de hecho la sesión había empezado hacía diez minutos. Y entonces me coloqué ante la taquilla y dije las palabras mágicas: una entrada. Y solté el dinero, recibí el ticket y, tan orgulloso de mí mismo estaba que ni atendí al hace ya un cuarto de hora que ha empezado que me soltó el portero.

   Como un avión que toma precipitadamente tierra por falta de combustible en una pista nocturna señalada por puntitos de luz roja, recorrí el sendero negro que llevaba a la pantalla donde ya había acontecido el naufragio y gordo cocinero borracho que había salvado a los niñitos en una barca, exigía a las criaturas que nunca en la vida fueran al otro lado de la isla a la que habían llegado. Yo buscaba una butaca que diera al pasillo, y en un momento dado del trayecto oí mi nombre, el nombre que los colegas utilizaban para llamarme, el nombre que me decían en el Instituto: Juanbo. Me giré hacia ese susurro mal medido que podía haberse oído, no ya en toda la sala, sino también más allá, en el parque que había a unas manzanas, en las bodegas cerradas que se sucedían en esa misma calle, en el salón de mi propia casa imponiéndose al sonido de la radio donde mi padre seguía las incidencias de los partidos de fútbol de esa jornada. En la densa penumbra azul intuí, sentado en una butaca que daba al pasillo, a un metro de mí, la silueta de Bolívar, un compañero del Instituto con el que apenas tenía trato, nos habíamos sentado juntos el primer día de clase por las cosas del orden alfabético, pero al tercer día cuando ya cada cual podía sentarse donde le viniese en gana, él siguió sentándose en primera fila y yo me escabullí en los últimos peldaños del aula. Ni pasábamos juntos ningún rato de recreo –esa media hora que nos daban a las 11.30 para que llenáramos los bares y las confiterías de la zona- ni formaba parte de la peña que algunos viernes hacía planes para esa noche. Alguna vez le había pedido unos apuntes después de saltarme una clase para mejorar mi ping-pong, y se los pedía a él porque tenía una letra preciosa que daba gusto leer aunque no te interesara nada lo que estabas leyendo y confiaba en que sólo por el gusto de apreciar esa caligrafía conseguiría memorizar algo –era de los que utilizaba un boli de cuatro colores para ir distinguiendo párrafos-. Era algo grueso, se peinaba con colonia, a primera hora de la mañana no había quien se le acercara sin sentir que había por allí cerca un invernadero de jazmines con todas las ventanas abiertas, debía tener dinero porque calzaba castellanos, tenía varios pares de castellanos, unos con borla y otros sin borla, unos negros con borla y otros marrones con borla y otros negros sin borla, sólo se ponía bambas para gimnasia y cuando la profesora de gimnasia harta de nosotros nos daba la última media hora para que jugáramos al fútbol los chicos y al voley las chicas, los capitanes encargados de escoger jugadores dejaban a Bolívar para el final, era uno de los que sobraban, se le ponía en defensa y se le decía no dejes pasar a nadie, pero era fácil irse de él, no tenía reflejos y si le llegaba un balón suelto no sabía ni pararlo, le daba un patadón hacia delante y en paz.

   Bolívar retiró un chaquetón de la butaca que tenía al lado y me invitó a que la ocupara. Para una primera vez que vas solo al cine, peor suerte no cabía. Si hubiera sido Mari José Peña…Qué digo, jamás hubiera ella pronunciado aquel Juanbo susurrado que sonó a descarga de pelotón de fusilamiento, seguramente al intuirme en el pasillo del patio de butacas buscando una en la que hundirme, ella se hubiera levantado y se hubiera ido por no correr el riesgo de que al final de la película nos viésemos y descubriésemos que habíamos ido solos al cine. Me acerqué a Bolívar y le dije: no, deja, he quedado con unos amigos que están por las primeras filas. Vale, dijo él, y colocó de nuevo el chaquetón en la butaca de al lado, y yo, maldiciendo mi suerte, pensando que me lo tenía merecido, que me debilitaba mucho el hecho de que Bolívar supiese que había ido a ver más solo que la una El lago azul –como lo debilitaba a él que yo supiera que había ido solo, pero eso a él no le importaba, todo el mundo sabía que era débil, con su letra de niña y sin jugar en ningún equipo y no pisar los billares, seguro que él había ido sólo a mirar al actor rubio y no a saborearle las curvas a Brooke Shields-, seguí el sendero de la pista de aterrizaje hasta llegar a la segunda fila, en una de cuyas butacas me fabricaría una tortícolis siguiendo la tontada de película hecha de postalitas de colores enérgicos, el buen cocinero enseñando a vivir la isla tropical a los niños victorianos, imágenes del precioso mundo subacuático y de toda clase de insectos mojados en la paleta de un pintor impresionista, la transformación de los niños en portentos adolescentes muy bien narrada mediante una cámara submarina, los niños desnudos bucean y poco a poco sus cuerpos se convierten en adultos, el descubrimiento de la estatua ante la que una tribu de salvajes practica sacrificios humanos que descubre a los jovencitos la razón por la que el cocinero, ya muerto les prohibió mirar más allá de la colina, las bayas rojas venenosas. ¿Cómo esquivar a Bolívar cuando la película terminara? O me salía mucho antes de que acabase, o esperaba hasta que desfilara por la pantalla la última línea de los títulos de crédito, pero en ese segundo caso las luces se habrían encendido antes y corría el riesgo de que en el patio de butacas hubiera algún otro conocido, así que no cabía duda, había que elegir cuándo borrarse, mucho antes de que la película iniciase las maniobras de descenso hacia el más que previsible final feliz. Si me salía a mitad de película podía incluso decirle a Bolívar, cuando pasara por su lado, para que quedara clara mi opinión sobre la película y mi malestar: menudo tostón, y encima no he encontrado a mis amigos, adiós. Todo eso me lo iba exigiendo yo ya sentado en la segunda fila, mientras se narraba la guerra adolescente entre los protagonista, a ella le viene la regla mientras se baña en una laguna límpida y descubre el pudor, la necesidad de intimidad, y su rubio compañero, mientras aprende a pescar con una lanza y marca músculos, no la entiende, pero tampoco entiende porqué de vez en cuando le acucia el deseo y necesita esconderse para hacerse una paja, y entretanto  yo, claro que sí, a la vez que me imponía exigencias para salir de la sala esquivando a Bolívar, también me exigía conocer algún día a Brooke Shields (como si me pudiese exigir tal cosa, como si no fuese más bien la formulación de un deseo) y decirle, eres lo único importante que ha pasado desde el Big Bang (durante algún tiempo fue casi lo único que sabía decir en inglés, como si me pudiese encontrar por la calle a BS y pudiese soltárselo para poder morirme tranquilo) como si esa frase fuese la respuesta a la Esfinge o el santo y seña para que te dejara entrar en su palacio lleno de alfombras voladoras y metáforas que explicaran de veras el sentido de la vida.

   En el momento en que a Brooke Shields –quiero decir a su personaje, claro- le viene la regla –hasta un analfabeto como yo se dio cuenta del símil con la manzana de Eva, con el comienzo de la laberíntica y cansina historia del pudor- y el chico no entiende nada, por qué de repente esa declaración de guerra de la chica, su cambio de humor, su necesidad de intimidad, bufé, ya había tenido bastante, me parecía a mí, aunque temía que ahora viniera lo mejor, las ansiedades del deseo que dieran lugar a, al menos un revolcón entre los protagonistas, con toda la arena blanca de playa que tenían a su disposición, una alfombra mágica para volar a los verdaderos paraísos y dejarse de monsergas fotogénicas. No era difícil reconocerse en el chico cuando, guiándose por sus ansias, todo él convertido en cápsula de dopamina, necesita tocar a la muchacha, y cuando ésta le rechaza, va a buscar un refugio vegetal donde aliviarse el deseo y se masturba repitiendo el nombre de la muchacha: medio cine le hubiera imitado en ese momento, y el otro medio le hubiera utilizado de inspiración para desfogarse. Vale, ya, hasta aquí, me dije, pero qué va, cada aparición de BS me hipnotizaba y me exigía que aguantara un poco más, porque los revolcones iban a llegar, estaban a punto de llegar, se estaba poniendo la cosa tan horneada que no iban a tener más remedio que llegar. Y llegaron, y tampoco entonces operó ninguna paliativa sensación de suplantación imaginaria, no me ponía yo en el lugar del atlético muchacho rubio que se revolcaba con mi chica, todo lo contrario, en esas escenas era más consciente que nunca de mi lugar, de mi estar patéticamente escondido en la segunda fila de un patio de butacas, viendo solo una película patética y edulcorada que negaba  mis dos libros de Bukowski y el single de God Save the queen que robé en la única tienda de discos de la ciudad y mis Makokis y todas las broncas en las gradas de los campos donde jugaba y desde las que nos tiraban piedras porque éramos los señoritos de Jerez, como si no fuéramos más pobres, mucho más pobres que los lugareños de la sierra o los vecinos de bonitos pueblos blancos aparcados a unos metros del mar, yo he visto cosas que vosotros no creeríais, he visto a un viejo con un rastrillo de agricultor saltar al campo para clavárselo al árbitro mientras la pareja de la guardia civil, en la cantina, echaba unas risas, he visto cómo entraba en nuestro vestuario una jauría de campesinos con gorras caladas y navajas de medio metro de hoja cantando el resultado del partido que iba a disputarse en unos minutos, y todas esas cosas del campeonato de juveniles de la Comarca se perderán en el tiempo como se pierde en el tiempo hasta el tiempo mismo, un gato loco que persigue su rabo y está siempre a punto de alcanzarlo y sigue girando …

   El mero hecho de saber que Bolívar estaba en aquella misma sala, Bolívar el aseadito, el de la caligrafía elegante y femenina, con sus uñas cuidadas y sin repetir camisa en toda la semana, me enfermaba porque me colocaba a su altura de debilidad y falta de criterio y dejarse llevar por esa debilidad, y equipararme a Bolívar era lo peor que me podía pasar un domingo por la tarde, era situarme justo en medio de mis dos pandillas, la de los brutos futbolistas y la de los intelectualillos del Instituto, justo donde no podía estar de ninguna de las maneras, quería ser extranjero en todas partes, el intelectualillo del equipo de fútbol y el kinki de los intelectualillos, pero no un aseadito alumno que no se salta una clase y al que no le importa ir solo los domingos al cine. Y para colmo BS se quedaba embarazada y tenía un bebé, y luego se cubría de fango, se cubrían los dos de fango, los tres, el chico, BS y el niñito, y una barca remota en la que iba el padre del chico rubio, que no había cejado en su empeño de encontrarlos, los descubría allí en la orilla y los tomaba por unos salvajes y ellos al ver la barca no hacían nada por atraer su atención, se miraban, miraban a su bebé y decían: no, no queremos ser rescatados, ya se habían rescatados ellos solos, así que ahí sí que me dije, mira, que le den ya a esta mierda, y me puse en pie, y recorrí el pasillo de puntos rojos para despegar hacia el mundo y ni me di cuenta de cuándo pasaba junto a Bolívar, no iba a darle explicaciones ni excusas, era como si ahora me faltase el aire y la cortina tras la que estaba la puerta de salida estuviese aún a medio millón de años y separada de mí por sucesivas capas de aire congelado que tendría que ir rompiendo antes de que perdiese todas mis energías y mis reservas de oxígeno. En seguida me di cuenta de que fue un error abandonar el patio de butacas tan precipitadamente porque a la intemperie ya se había formado la cola de espectadores que asistirían a la siguiente sesión, sabe dios cuántos de los que la formaban me reconocerían, podía haber vecinos o colegas de institutos, podía estar Mari José Peña con sus amigas o su novio o tres aspirantes a serlo que tenían que pasar por la prueba de ver cómo se comportaban en el cine y cómo se eliminaban los unos a los otros, y si hubiera salido al final de la película, formando parte de la manada de ñus que tiene que cruzar la charca de los cocodrilos, no hubiera sido tan visible como lo era ahora, un único espectador que se sale antes de tiempo, un ñu que cruza solo la charca, presa fácil para cualquier dentellada. Temiendo escuchar mi nombre en una voz cualquiera salí del cine y tiré para el lado contrario a aquel en el que se había formado la cola, el camino que llevaba a la nada, al centro, a la sucesión de tiendas cerradas y bares sin nadie, a la sensación abominable de habitar el vacío de un domingo por la tarde. Me sentía avergonzado por mi debilidad, por la debilidad de haber gastado lo poco que tenía en una sesión de cine en la que no había recaudado más que unas cuantas imágenes eróticas que muy bien podría haber fabricado mi imaginación a partir de los fotogramas que colgaban en el cartelón del cine, avergonzado por no haber aguardado hasta el final por lo menos, una vez realizado el gasto, avergonzado por haber sido descubierto por Bolívar, avergonzado, principalmente, de mi propia vergüenza. Ah ese absolutismo efervescente de la adolescencia gracias al que lo insignificante cobra gravedad de cuestión de vida o muerte, y por culpa del que algunos asuntos graves carecen de toda importancia y sólo merecen de nosotros un rotundo me da lo mismo. ¿De qué tenía yo que avergonzarme? De una sola cosa, desde luego: de no haber disfrutado todo lo que me había propuesto disfrutar viendo a Brooke Shields, de tener la mente avasallada por la presencia de Bolívar haciéndome sentir culpable, de sentir que aquel mengano ahora era propietario de un dato que podía usar contra mí cuando se lo propusiese. Que no era para tanto, ya lo sé, es fácil saberlo ahora, pero mientras vagaba por las calles muertas del centro y sólo me cruzaba con solitarios que me daban tanto asco como yo mismo, esa era la cantinela que sonaba en la deprimida discoteca de mi cerebro, un salón de baile donde hacía cien años que nadie salía a bailar: puto Bolívar, iba repitiendo, por no repetirme más “más idiota que tú no se puede ser”. Pero bah, en el fondo sabía que no iba a pasar nada, que por muy añicos que se haya hecho el cielo sobre mí, nada importante significaba aquella experiencia, ni la de ir solo al cine, ni la de saber que alguien de mi clase con el que apenas tenía trato, y sólo interesado, sabía algo de mí que yo no quería que se supiese, tenía de verdad peso suficiente para que se hundiera el suelo. Nunca pasaba nada importante, desde el Big Bang no había pasado nada importante en mi vida, salvo Brooke Shields.

   Y en efecto no pasó nada importante, ni aquella noche, salvo el hecho ya rutinario de que me costara mucho dormir, ni al día siguiente en el Instituto, donde Bolívar ya estaba sentado en su pupitre cuando yo, conforme a mi costumbre, entré unos segundos después que el profesor –teníamos Física, y el profesor se pasaba la clase fumando Ducados y dejaba fumar a los alumnos siempre que se desplazaran a los últimos peldaños y abrieran las ventanas para que la que venía luego, Mercedes de Latín, no pusiera el grito en el cielo, que lo iba a poner de todas maneras.

   Tampoco el martes pasó nada, ni el miércoles, ni el jueves. Yo iba al Instituto, me saltaba alguna clase, sobre todo las de Química, nunca las de Latín, y me iba a jugar al ping pong al hall del gimnasio, y ni siquiera me quería dar cuenta de que me saltaba las clases no tanto por el placer de saltármelas como por la necesidad que se me había inyectado de recurrir a Bolívar para que me pasara los apuntes de toda la semana, pedírselos el viernes para que me los dejase el fin de semana. Pasaba los recreos con los míos, tratando de no acordarme de Brooke Shields, iba a comer a casa, aguantaba la respiración ante las broncas que allí se producían, me iba a entrenar con el equipo, me demoraba media hora después del entrenamiento en la escalinata del campo, y vuelta a casa a ver lo que mandase mi padre que se viera en la televisión o a estudiar un rato antes de hundirme en la cama a atraer la inconsciencia fantaseando con formas de conocer a Brooke Shields, con estrategias para atraer la atención de Mari José Peña, que era como un simulacro de Brooke Shields pero tan inalcanzable como ella, con argucias para buscar pelea con Bolívar y partirle la boca por saber algo de mí que yo no quería que se supiese o inventándome la etimología de alguna palabra que hubiera cazado en cualquier conversación a la que hubiera asistido.

   En el recreo del viernes me arrimé a Bolívar a pedirle los apuntes de Química. Acabábamos de tener clase de Latín, Mercedes explicándonos porqué los latinos tenían tres palabras distintas para el amor, eros, que había que reconocer con el deseo que alguien siente por alguien (risitas en las gradas), filias, o el cariño que se siente por alguien a quien no se desea, y finalmente caritas, o el sentimiento de complicidad que se tiene por todo el que pertenece a tu género, es decir, el amor por tu propio género y por lo tanto por cualquiera que lo represente. Nos puso de tarea traducir un trozo de la Guerra de las Galias donde se expresaba una de esas tres categorías, había que traducir el fragmento y explicar por qué lo que expresaba el autor nos parecía que era Eros o Filias o Caritas. Y quien quisiera subir nota tenía que traer un fragmento de cualquier literatura –no era imprescindible que fuera de la latina- donde se expresaran las otras dos categorías de las que no hablaba el fragmento de la Guerra de las Galias –todo esto en el año 16 a. de G. (o sea, antes de Google).

   Está claro que fue el eros lo que nos llevó al cine el domingo pasado, le dije a Bolívar al fin durante el recreo de aquel viernes, antes de pedirle los apuntes. Y me eché a reír y él buscó algo en su cartera y me dijo: ¿Podrías leerte esto y decirme qué te parece? Me di cuenta enseguida, no sé por qué, fue en lo primero que pensé, que seguramente había llevado encima aquel texto durante toda la semana esperando la oportunidad de dármelo y eso me enterneció. Le pregunté qué era, y me dijo que una cosa que había escrito para la revista del Instituto, que salía una vez al año, a final de curso, con la semana cultural. Se trataba de un artículo sobre Brooke Shields, no era una crítica de la película, sino más bien una especie de retrato de la actriz, una pequeña biografía que utilizaba de percha el estreno en nuestra ciudad de El lago azul, con un retraso de muchos meses, naturalmente, con respecto a su estreno oficial.

   Uf, no sé nada de Brooke Shields, sólo que es lo único importante que le ha pasado al planeta desde el Big Bang, le dije, no sé si voy a poder ayudarte.

   Si me hicieras el favor de leerlo, me dijo, es que hay que entregar las colaboraciones antes de las seis del próximo lunes y como tú vas bien en literatura. Eso me gustó, que se supiera en las primeras filas de la clase que vale, me iba fatal en Químicas y en Física y puede que en Historia, pero era sólo porque me interesaban poco, que aquello que me despertaba interés sacaba lo mejor de mí y que en Literatura era de lo mejorcito de la clase, aunque me pasaba de listo a veces y aprovechaba la más mínima excusa para hablar, no de los libros o autores de los que nos pedían que hablase, sino de los autores o libros a los que yo leía, cosas del tipo, “El árbol de la ciencia es una narración que pretende ser vertiginosa, pero puestos a ser vertiginosos Bukowski: Bukowski es Baroja pero borracho, Bukowski se atreve a meterse en las broncas en las que Baroja sólo es el espectador allí arrinconado y cobardica que teme que le alcance algún puñetazo y de las que escapa el primero encantado de encontrarse con cualquiera al que decirle: me he metido en una buena bronca”, ese tipo de cosas que luego el profesor me devolvía con una llamada en rojo en el margen de la página en la que podía leer: ¿quién es Bukowski y qué pimientos pinta aquí en un comentario sobre El árbol de la ciencia?

   Le pedí a Bolívar los apuntes de Química y me los pasó. Le dije que se los devolvía el lunes. Si no nos vemos antes el domingo en el cine, me dijo. Eso ya me gustó menos. Nunca voy al cine los domingos, lo del otro día fue una excepción, y nunca más.

   No sé de dónde se había sacado toda aquella información Bolívar, pero era como si hubiera tenido acceso a los diarios íntimos de Brooke Shields o se hubiera estado carteando con ella porque Brooke Shields quería aprender español y lo había escogido entre siete millones de candidatos como perfecto corresponsal por lo elegante de su caligrafía. Desde luego terminabas de leer aquellas páginas y se te quedaba la impresión de que conocías a esa chica un poco más de lo que ella quisiera que la conocieras, como si hubiera estado confesándote un montón de cosas después de fumarse dos porros y sin pararse a valorar qué tipo de confidente había escogido para derramarse y cuánto iba a lamentar a la mañana siguiente haber tenido la lengua tan suelta. Yo de Brooke Shields sólo sabía que me quería casar con ella, o raptarla, o bien ofrecerme como su seguro servidor para lo que mandase, o, por ser un poco más realista sin ser realista del todo, encontrármela en uno de mis paseos sólo para decirle la frase que me había aprendido en inglés, sacarle una sonrisa, poderme ir a la tumba consciente de que una vez hice sonreír a Brooke Shields, aquí yace uno que hizo sonreír a Brooke Shields, mejor epitafio no se me ocurría. Pero de su vida, ni idea. Ni idea de que había posado desnuda a los diez años para un artista llamado Garry Cross y que, ya adolescente, trató de hacerse con esas fotos, impedir que se publicasen más y la madre de la actriz fue acusada de prostituir a la pequeña y el fotógrafo tuvo que hacer frente a un proceso por pornógrafo del que salió indemne gracias a que el juez apreciaba la calidad artística de los posados, ni idea de que había vuelto locos a todos los pedófilos del mundo protagonizando Pretty baby, donde hacía el papel de una nínfula cuya madre, puta, acaba abandonándola en el burdel donde la madame decide subastar la virginidad de la cría, a pesar de lo cual un fotógrafo –mire usted por donde- que pasaba por allí la rescata y se la lleva y acaba casándose con ella, ni idea de que una vez alcanzada la pubertad y convertida en la adolescente más deseada del planeta, despedida su madre como agente de su carrera hasta nunca jamás, cobraba millonadas por sesión de fotos, ni idea de que después de El lago azul ya había rodado otra película, muy romántica y según el texto de Bolívar absolutamente maravillosa, titulada Amor infinito, que narraba un romance entre adolescentes, un amor imposible entre muchachita de ensueño y chico malo, rico y loco, ni idea de que tenía sangre azul e italiana por parte de padre, ni idea de que había firmado, a los 15 años, un contrato para escribir sus memorias y en el contrato se estipulaba que la editorial le daría no sé si un millón de dólares por cada año que conservara la virginidad. Bolívar no había podido ver Amor infinito porque no se había estrenado en España, pero se dejaba guiar por la fantasía que nos muestra cómo va a ser una obra que esperamos y que no va a decepcionarnos porque eso nos haría sentir culpables de haber estado esperando demasiado tiempo para no obtener más ganancia que la de sabernos ridículos y darnos lástima, esfuerzo al que sólo 1 de cada 10 ciudadanos es capaz de enfrentarse abiertamente, con ganas de reírse de su propia idiotez. Sus fuentes de información eran siempre revistas especializadas, desde el Fotogramas al no sé si inexistente Screen Magazine, y para seguir entintando con sombras alargadas la figura ya de por sí larga de la preciosa muñeca, se hablaba de su enfermiza afición a los chicos duros y se dejaba caer –y aquí sí me dieron ganas de llenar de signos de admiración el margen de la página- que a Brooke Shields le gustaba especialmente que el chico que saliese con ella fuera un maestro consumado de algún arte marcial –aunque fuese el arte marcial de la pelea callejera, que tiene sus secretos y sus técnicas-, porque no había cosa que más le excitara que ver a su novio darle una paliza a un mirón o a quien se atreviera a coquetear con ella o a alguno a quien ella le señalara por alguna razón. Bolívar dejaba caer la leyenda de que a Brooke Shields en realidad no le gustaban los chicos con los que salía, de hecho no los dejaba ni que la tocaran porque había firmado aquel contrato con su editorial y tenía que mantenerse virgen, y si se dejaba cortejar por campeones del full contact era sólo porque lo que de verdad le gustaba era cuidar a los heridos, así que entraba en un sitio, le decía a su chico, aquel de la barra me está comiendo el coño con la mirada y tú  no deberías permitírselo, empezaba la bronca, el chico de Brooke Shields le daba la paliza al tipo al que Brooke Shields le había señalado, y luego ella se hacía cargo de la víctima, lo cuidaba, se lo llevaba por ahí a curarle las heridas, cada caricia suya un dolor en una brecha en la ceja o en la magulladura de un mentón, le lamía la ceja rota, le besaba el ojo morado. Ah, sentí en esos renglones que el eros empezaba a convertírseme en filias, que ya no sólo la deseaba sino que también empezaba a quererla. Era raro, pasar del deseo de lamerle el cuerpo a una muchacha a querer comerle de camino el alma, pararse a escucharla, no empezar a devorarla a besos y mordiscos sino sentarse frente a ella y decirle: háblame. Era muy raro. Pero eso era lo único bueno que tenía el texto de Bolívar, o lo único malo, según se mire, porque hasta entonces para mi Brooke Shields sólo era el nombre de una deidad, pero ahora era también alguien, no sé cómo decirlo, real: estaba en algún sitio del mundo, no sólo en ese país espectral que es el cine, sino en una ciudad, en los bares de esa ciudad, en las librerías de esa ciudad. A lo mejor salía a correr por las tardes no para seguir en forma sino para huir de algo hasta que se cansaba y se daba cuenta de que no, no podría huir.

   Aparte de esa cualidad –procedente del cúmulo de información- que humanizaba a la deidad, el texto de Bolívar, como tal texto, era una catástrofe. Se le quedaban colgadas frases subordinadas, los anacolutos campaban a sus anchas, las descripciones de la actriz eran de un tópico que te hacía llevarte dos dedos a la nariz y hacer pinza para no oler el perfume barato de aquellos párrafos. Si una descripción de Brooke Shields no pone cachondo al que la lee, no es una buena descripción, anoté en el margen de la página donde Bolívar cantaba la perfección del rostro de la muchacha. Para empezar no entendía por qué tenía que describir algo que debía figurar en la portada del mismo número donde iría ese texto, para qué describir sus labios si sus labios iban a ser impresos en las páginas de ilustraciones que acompañaban al artículo, para qué gastar prosa tratando de lamerle los hombros si sus hombros iban a lamernos a nosotros en una fotografía. Al final del artículo entraba la banda de cornetas y tambores del Ejército más grande del mundo, el Ejército del Chico Enamorado de un Imposible, y se aseguraba, respondiendo a la pregunta qué se puede esperar de esta actriz, que sin duda alguna estábamos ante una nueva Greta Garbo, ante una nueva Marilyn Monroe, ante un nuevo mito y que debíamos considerarnos afortunados de haberla visto nacer, porque morir no iba a morirse nunca, lo que resultaba contradictorio con la cualidad fundamental del texto, la humanización de la deidad: sí, Bolívar, va a morirse, tío, eso es lo jodido, que auque te parezca mentira Brooke Shields se va a morir, por lo menos la Brooke Shields que, por tu culpa, más ha empezado a interesarme, no la belleza radiante de El Lago Azul, sino la muchacha de los novios broncas, esa va a morirse, es una putada pero es así.

   Empleé la tarde de aquel domingo, una semana después de haber ido al cine solo por primera vez en mi vida, unas horas después de haber jugado el partido más malo de mi vida, no toqué ni un balón y me sustituyeron antes del descanso, en rehacer el artículo de Bolívar, dando por bueno todo lo que contaba en él, lo de que salía con novios bronquistas para poder ocuparse dulcemente de sus víctimas, dando por bueno que había denunciado a su propia madre por utilizarla cuando era una cría, dando por bueno que había tratado de hacerse con los derechos de las fotos de Garry Cross y un tribunal de los Estados Unidos no le había dado la razón porque consideraba que las fotos eran puro arte y la madre de la modelo había estado presente en todo momento de la sesión, y las fotos pertenecían al Playboy que era la revista que se las había encargado al fotógrafo. En fin, dando por buenas las edulcoradas opiniones de Bolívar sobre las películas de Brooke Shields, las que había visto y las que de ninguna manera había podido ver por mucho que hubiera podido imaginárselas. Cuando llegó la noche y me llamaron para cenar lo tenía listo y me cosquilleaba en el estómago una sensación inédita que no supe traducir: no sabía si la catarata de correcciones efectuadas sobre el texto de Bolívar me hacía quedar por encima de él, como si mis intervenciones lo ridiculizaran, o más bien era el orgullo de haber construido con un texto muy mediocre una pieza que me parecía tan luminosa que daban ganas de ir a mostrársela, como producción propia, a Mercedes la de latín para decirle: mira La Guerra de las Galias no la sé traducir, pero a ver si te vale esto…daban ganas de ir a mostrársela a Mari José Peña para decirle: niña, no eres nada, no significas nada, mira lo que le he escrito a quien sí es algo; daban ganas de localizar al mismísimo Bukowski o a Pío Baroja para decirles, por crudos que seáis, por mucho que hayáis tratado de endurecerme la mirada y anularme las sensaciones, mirad, mirad esto, mirad lo que la belleza es capaz de hacer conmigo, mirad cuánto amor puedo desprender por alguien a quien no voy a conocer nunca, mirad qué ganas de follarme a la Vía Láctea tengo, mirad cómo la impotencia de no poder estar cerca de la muchacha que se ha adueñado de todas mis pajas me ha llevado a cavar en su pasado y aprenderme su historia y seguir cada una de sus huellas, convertirla en etimología para hacerle la gran pregunta ¿de dónde vienes tú, criatura adorable, cómo has llegado a significar esto que significas y que sólo tu nombre sabe decir sin que ningún significado sea capaz de describirlo?, miradlo, por favor, mirad esta construcción frenética que es el amor imposible, y decidme si no es verdad que desde la luna sólo se pueden ver a simple vista dos construcciones humanas de la Tierra: la muralla china y este amor.

   Daba igual: me gustaba sentir aquel cosquilleo, significara lo que significara (y estaba claro lo que significaba: había pasado de desear a una estrella de cine a enamorarme de una mujer: eso no me la acercaba más en la realidad, claro, pero después de arreglar el texto de Bolívar y hacerlo mío, me sentía muy cerca de Brooke Shields, aunque me sintiera también muy lejos del propio Bolívar). Daba igual si era vanidad por un trabajo bien hecho o auténtico sobrecogimiento al entender que la estatura de la obsesión de Bolívar por Brooke Shields multiplicaba por cien la estatura de mi propia obsesión, su construcción era un zigurat inquebrantable, la mía un castillo de arena que se eleva a sabiendas de que con la misma arena se va a hacer luego otra figura cualquiera, un dragón de arena, una sirena con el rostro de cualquier otra actriz o cantante o panadera de la esquina. De hecho lo mío, hasta aquel momento, estaba lejos de ser una obsesión: era sólo lo que se siente cuando se comprende que la chica que más te gusta no sabrá nunca que existes, y al comprenderlo te proteges utilizándola para protagonizar tus fantasías. Bolívar no lo había comprendido. Prefería hacerse daño. Seguro que ni siquiera se hacía pajas pensando en ella, por temor a que eso la ensuciara –como esos chicos que empezaban a salir con alguien y reconocían que para hacerse pajas pensaban siempre en otras chicas porque les parecía repugnante hacerse una paja pensando en sus novias. Lo cierto es que esa noche no me pude hacer una paja pensando en Brooke Shields: entre mi deseo por su cuerpo y yo, se interponía ahora la persona real –o pseudo real- del texto de Bolívar que había arreglado y hecho mío.

   Contar sueños es un rollo, pero esa noche soñé que me metía en un bar en el que sabía que estaba Brooke Shields con su novio, que era campeón del mundo de los semipesados, el único blanco que había tumbado a diez negros antes del segundo asalto, confiando en que en cuanto me viera me señalaría y le diría al novio: ese tío me está comiendo el coño con la mirada. El novio le diría: es un chiquillo. Y Brooke Shields insistiría: pues tiene una lengua de diez metros porque la estoy sintiendo mojándome el coño. Y el novio: tú ganas. Me dejaba K.O. de un directo después de decirme: aprende a respetar a los mitos, niñato. Y me despertaba enseguida, Brooke Shields curándome el ojo averiado y cantando una nana o algo así, y repitiendo: poor boy (que fue por cierto, años después, la primera contraseña que utilicé para mi cuenta de email: poorboy1982. Idea para una novela. Hacer una biografía de alguien a través de las contraseñas que ha utilizado para entrar en su cuenta de correos a lo largo de los años. He aquí algunas mías:lightofmylife98, morgana23, tangoindia09, peterpopara66, beuxtenebreaux25, cruyffneskens1974, ridesisapis1976).

   Bolívar, cuando le entregué a primera hora el mazo de correcciones –es decir, su texto engalanado de tachones y notas al margen y con papeles adheridos por todas partes porque los márgenes de las hojas no me permitían escribir más- me dijo desolado: pero no hay tiempo de pasar esto a limpio, hay que entregarlo esta tarde. Esta tarde, le dije, esta tarde está en el Canadá, en el Polo Norte, esta tarde es un pueblo perdido de China por el que no pasa la muralla, esta tarde es el siglo XXVII, esta tarde es una estrella helada que aún no han descubierto en la NASA, es un cementerio lleno de viejos que aún no han nacido, queda muchísimo tiempo hasta esta tarde, nos saltamos las clases y nos ponemos a ello. Bolívar no se había saltado una clase en los dos años de Instituto que llevábamos, pero yo tampoco había ido nunca solo a un cine, y ambos teníamos una razón hipnótica para hacer esas cosas por primera vez: Brooke Shields. Así que apresuradamente recogió sus cosas, el bloc, el boli de cuatro colores y el libro de latín y el diccionario y el cuadernito rosa de La Guerra de las Galias, las metió en su cartera y salió disparado antes de que Mercedes asomase por el pasillo y nos pillase. Podemos ir a mi casa, no hay nadie hasta la hora de comer, informó. Me parecía bien, porque ¿dónde si no íbamos a encontrar una máquina de escribir? En mi casa no podía ser, porque mi madre sí que estaba, y además mi Olivetti de carcasa verde y teclas negras había cogido camino una mañana, bien acompañada por mis botas de fútbol Kevin Keegan, hacia la casa de empeños, de donde si salía sería con rumbo a otra yemas de dedos, nunca más los míos. Por suerte Bolívar vivía ahí al lado, en unas torres en cuya fachada no había una sola prenda de vestir puesta a secar al sol, lo que decía mucho a favor de las normas de comunidad del sitio, no como en mi barrio, que había tardes que parecía que todas las vecinas se habían puesto de acuerdo en hacer la colada y tender la ropa para camuflar la fachada, creando una especie de microclima en mi calle muy grato, esa es la verdad, si querías huir del aire calcinante y que te goteara agua infectada de detergente.

   En el camino, aunque corto, no hablamos de nada: no teníamos nada de qué hablar, lo que era preocupante. El silencio se me hacía muy pesado, como si subrayara la culpa de haber obligado a un chico inocente a saltarse unas clases: no me gustaba nada esa sensación. Cuando estuvimos cerca de las torres donde vivía Bolívar, apresuró el paso. Se detuvo ante la cancela de su edificio y pulsó un botón.

   Pensé que no había nadie, dije. Y no hay nadie, dijo, sólo la chica de la limpieza.

   O sea, que tenía criada, cómo no, era de los que podía ir al Instituto sin las llaves de su casa, a mí me dieron una copia de las llaves poco después de ingresar en el Instituto, un pequeño peso para el hombre pero un gran peso para la humanidad, las llaves de tu casa, saber que no te tienes que preocupar de si tu madre ha salido a hacer unos mandados o no, me sentí eufórico aquel día, aquel par de llaves, una para la cancela y otra para la puerta de casa, eran un documento de identidad, aunque no abrieran nada que no hubiera podido abrir fácilmente sin ellas, llamando primero a un vecino y después pidiéndole a la vecina de enfrente que me dejara saltar de su balcón al nuestro, más de una vez lo había hecho. Pensé que aquello cambiaba mucho las cosas, no sé exactamente qué, pero el hecho de que Bolívar tuviese criada, inevitablemente, lo hacía menos patético, como si me hubiese adelantado de repente en nuestra carrera imposible por conquistar a Brooke Shields a sabiendas de que ninguno alcanzaría la meta pero era importante para ambos saber quién se había quedado más cerca de ella –y yo creía que estaba más cerca de ella que Bolívar ahora que sabía tantas cosas de ella gracias a Bolívar y porque además tenía mi frase en inglés sobre lo único importante que le había pasado al planeta desde el Big Bang y si nos desnudábamos los dos ante Brooke Shields y ella tuviera que decidir basándose exclusivamente en el parecido de los aspirantes con el protagonista de El lago azul, se decantaría por mí, que, aunque no era rubio ni tenía el pelo rizado,  por lo menos no tenía barriga y se me marcaban los músculos de los brazos.

   En el ascensor le pregunté por qué llamaba chica de la limpieza a la criada. No lo sé, dijo él. Me gustó su respuesta, tampoco sé por qué, porque ambos sabíamos que no podía ser que no supiera el nombre de su criada, porque quisiera blindarlo, como si darme el nombre de su criada fuera algo así como prestarme unos calzoncillos que no me hacían ninguna falta, unos calzoncillos que ni siquiera eran suyos, sino de su padre, como si no tuviese permiso para compartir la intimidad de los demás, aunque el nombre de alguien no sea intimidad, quizá un apodo sí, no lo sé: eso es, como si tuviera algo con la criada y dar su nombre fuese una manera de descubrirlo.

   La puerta estaba abierta y en la puerta una mujer ni guapa ni fea sino sólo real, o sea, inalcanzable, espigada, con una mirada marchita y el rostro, lastimado por una mala cura del acné, un poco agriado por la sorpresa, debía tener unos veinte años, iba vestida con uniforme de criada azul celeste y delantal blanco, sin cofia, menos mal, el pelo recogido en un moño, calzaba unos zuecos blancos de enfermera, le quedaba lo suficientemente grande como para intuir que lo había heredado de una criada anterior mucho más corpulenta o quizá había sido serenamente diseñado por la señora de la casa para no marcarle las curvas a la muchacha haciendo caer a su hijo –o peor, a su marido- en malos pensamientos.

   ¿Qué ha pasado?, preguntó sin abandonar su posición en la puerta, como si tuviera autoridad para no dejar entrar al señorito de la casa, en un andaluz muy marcado –era casi lo primero en lo que nos adiestrábamos cuando entrábamos en el Instituto, empezar a amortiguar el andaluz que traíamos de casa, pasar del andaluz neto a uno más endulzado, que era el que gastaban los profesores y los políticos-. Bolívar balbució algo que no logré entender y la criada nos dejó paso sin censurarse un bufido de disgusto, como si le hubiésemos espantado un plan con el repartidor de butano. A los cinco pasos, cruzado el hall, metido en un salón en el que hubiera podido jugarse un partido de futbito sin que los muebles que allí había hubieran molestado en lo más mínimo, le dije a la criada en el perfecto andaluz de clase baja que aun hablaba en casa: vaya covacha que tiene mi primo ¿no?

   Seguí a Bolívar por un pasillo interminable que me dejó deducir que, o bien tenía cincuenta hermanos y a cada uno le correspondía un cuarto, o bien me había mentido y en realidad no vivía con sus padres, sino en una pensión ubicada en aquel piso. Su cuarto estaba al fondo del pasillo, en el pomo de la puerta colgaba una señal de puerta de hotel que pedía a la limpiadora que por favor no molestase.

   ¿Te la has follado? le pregunté a Bolívar que me indicó donde sentarme. Como si me apeteciera sentarme antes de echar un vistazo a lo que se abría ante mí: el templo consagrado a Brooke Shields, Brooke Shields por todas partes, nada de pósters clavados con chinchetas a la pared, sino enmarcados. Como para que percibiese que no me asombraba aquel despliegue de idolatría porque tenía uno parecido en mi propia habitación, me dirigí a las estanterías del fondo, junto al escritorio, para husmear en sus lecturas. Me riñó: no hay tiempo que perder, antes de las tres hay que tenerlo porque a esa hora llega mi padre. Le pregunté a qué se dedicaba el hombre. Negocios, me dijo. ¿Y tu madre? Negocios, respondió. ¿Los mismos negocios o distintos?, quise saber. No respondió. Le quitó el hule a la máquina de escribir, una Underwood con su carcasa de metal brillante con la que se hubiera podido escribir El árbol de la ciencia, si es que El árbol de la ciencia se mecanografió alguna vez. O era parte de su herencia o la había comprado en una subasta o se la habían regalado porque una vez Brooke Shields la miró en un escaparate y dijo: qué máquina tan bonita.

   Bolívar ya se había sentado ante la máquina y revisaba su texto, masacrado a tachones, y mis anotaciones en los márgenes y añadidos de varios papeles. Su cara se había encogido en un gesto de ansiosa perplejidad, lo que me hizo sentir bien: Brooke Shields nos miraba desde tres pósters distintos, uno era una imagen de El lago azul, otro de Pretty Baby y otro de Amor infinito. Me explico: no eran los carteles oficiales de la película, sino imágenes sin letras, como si fuesen fotografías aumentadas para ser expuestas o algo así. Ni idea de dónde las habría conseguido. Estaba seguro de que en alguna parte debía tener una foto autografiada, enviada desde Los Ángeles por la productora de la película o la agencia de la modelo, con la firma impresa en la imagen con calidad suficiente como para engañar a un desavisado haciéndole creer que era un autógrafo de verdad.

   ¿Cuántas pajas te habrás hecho pensando en ella, no? Imagínate que pudiera recogerse todo el semen que hemos derramado en honor de Brooke Shields, un océano desperdiciado, billones de espermatozoides, las estrellas de Hollywood deberían bañarse al menos una vez en la vida en una piscina llena con el semen derrochado en las pajas que han inspirado- mientras se lo iba diciendo él iba poniendo cara de auténtico asco. Bolívar, sin dejar de mirar una anotación mía en la primera página de su texto, dijo secamente:

   No digas repugnancias, hemos venido a trabajar.

   A las once me dio el hambre. Era la hora del recreo, la hora en la que los alumnos, como manadas de ñus, abandonábamos las aulas y nos íbamos disgregando en comercios, confiterías y bares, unos a por su bocadillo de mortadela, otros a por su cuña de chocolate. Estaban los que iban mendigando aquí y allá, un bocado de esto y otro de lo otro, un buche de batido de vainilla en este corro de amigotes y otro buche de zumo tropical, que se había puesto de moda. A algunos siempre les faltaba una moneda para llegar a comprarse una carmela o una viena en la que meter el chopped que se habían traído de casa (o era al revés y se habían traído la viena pero les faltaba una moneda para el chopped). Yo, cuando había dinero, solía comerme, en la propia cantina del Instituto, una cuña blanca, esponjosa, con una capa de azúcar tostado de techo y en medio del bizcocho una franja de crema, y acompañarla de un café manchado: luego me perdía entre los grupos de alumnos hasta que la sirena volviese a sonar dando por terminado el descanso. A Bolívar nunca se le vio en aquella marabunta de alumnos hambrientos. Ahora lo entendía. Solía irse a su casa a comerse un sándwich preparado por su criada y beberse su café tranquilamente, quizá unos dátiles y unas nueces para recuperar energías, tal vez mirando todo el rato a Brooke Shields antes de renovar los libros en su cartera, a primera hora sólo había tenido que llevar los correspondientes a las dos primeras horas, volvía a casa, reponía fuerzas, y cogía los libros necesarios para los dos horas siguientes (el horario era de 9 a 13.30 y de 16.00 a 19.00, un martirio para los que no vivíamos ahí al lado ni teníamos dinero para autobuses).

   Un poco de hambre hay ya ¿no? –dije pensando en dátiles e interrumpiendo la lectura en voz alta del texto que Bolívar iba copiando en su máquina majestuosa. No habíamos avanzado mucho porque gastamos una hora entera discutiendo sobre las fotos que le hicieron de niña a Brooke Shields. Eran bastante nauseabundas. Eso dije yo. No me ponía nada una niñita posando en una bañera y no porque fueran pornográficas sino por justo lo contrario: eran innecesarias, todo lo contrario que la pornografía. Bolívar decía que estaba igual de preciosa en esas fotos que en todas las demás, sólo que más niña, lo que según él carecía de importancia. Su tendencia a la hagiografía no consentía intervenciones del pudor. Vamos, le dije, no seas idiota, Bolívar, mira qué fotos, por favor, son asquerosas, es una niña chica, tío, la hacen posar como una puta, es una vergüenza que le hagan eso a una niña chica. Claro, dijo, si yo no digo que no, pero eso no significa que no esté preciosa, y significa sobre todo que hay que salvarla.

¿Perdona? Un poco tarde para eso, ya se ha salvado sola yo creo, cobra un millón por posar, algo me dice que ha sabido salvarse ella sola y que no necesita de dos pardillos que van solos al cine.

¿Qué tiene de malo ir solo al cine?

Vamos, hombre, no me digas. ¿Qué hacemos con el hambre?

Voy a pedir unos sándwiches, ¿de qué lo quieres?

De criada. ¿Hay dátiles?

Voy a ver. No toques nada.

Y me dejo sólo en aquel templo consagrado a BS.

   Me aplastó entonces una sensación nueva que, aunque luego me haya aplastado otras veces desde entonces, nunca lo ha hecho con la misma intensidad. ¿De qué estaba hecha esa sensación? Sólo recuerdo que empezó como un subidón, el efecto de una honda calada de hachís que no había dado, una risa tonta que me entró al imaginarme el infarto que le daba a mi madre cuando descubría en el fondo de mi armario, convenientemente disimulado por mis camisas y pantalones y cazadoras, el póster de Brooke Shields luciendo como lucía en la pared de la habitación de Bolívar, los hombros brillantes, la carne tensa de los muslos, los pies enterrados en arena blanca, el pelo cubriéndole las tetas, un taparrabos exquisitamente diseñado, la mirada clavada en el ojo de la cámara para secarte el cerebro, con un fondo de olas deseosas de alcanzar a lamerle los tobillos. Estuve fantaseando con que conocía a Brooke Shields y para no enrollarse conmigo ella ponía la excusa de la diferencia de estatura; me decía, te llevo un palmo, chavea, me gustas mucho, pero es que imagina lo que puede ser en Hollywood, y yo entonces le decía que no me importaba que fuera tan grande (I don’t care you are so big), pero ella, dada mi pésima pronunciación, entendía que no me importaba que fuera tan puta (I don’t care you are so bitch). Ya sé que está mal, que no es así como se emplea el subjuntivo en inglés, no me lo había aprendido aún, it doesn’t matter how big you are. Lo cierto es que se me multiplicó la risa tonta pero de repente, frenándola como si fuese a atropellar a un niño en un paso de cebra, ahí estaba, ese no sé qué que me trepaba por la boca del estómago con una pregunta tan tonta como la risa: ¿qué estoy haciendo aquí? Y luego la sensación: Viértase una parte de desolación en una licorera medio llena con jugo de tedio y agréguense unas cuantas gotas, no demasiadas, de pura impotencia. Conviene añadir también, aunque no es necesario, un chorrito de piedad o lástima por uno mismo, porque eso endulzará el mejunje. Mezclar durante un buen rato e inyectar entonces con una jeringuilla invisible en una vena cualquiera, también vale untar con el líquido obtenido la cabeza de un martillo y golpearte con él las sienes repetidamente. Esperar unos segundos sin ser sometido por el pánico ni la cólera.  Ya está, la sensación. ¿Qué estoy haciendo aquí? Mira, Brooke, deja de mirarme, deja de acusarme con esa mirada, no seas tan grande ni tan puta, o mejor aún, no existas, deja de existir, hazme el favor. Que sí, que sí me daba cuenta de que le estaba hablando a un póster, cómo no, por muy enmarcado y protegido con vidrio que estuviese y por muy nítida que fuese la imagen, pero se escuchaba el mar, el mar del póster, digo, el de la realidad quedaba a unos veinticinco kilómetros al sur, ladraba el mar su cántico sereno e insultante –precisamente por lo insultante de su serenidad ajena a mi tragedia o algo así-, mírala, mírala, decían las olas detrás del cristal, allá, en el fin del mundo.

   Oh, era ridículo, me sentía ridículo, ridículo de estar allí, ridículo de tener aquella sensación de impotencia+desolación+puro tedio, ridículo de colaborar con Bolívar y envidiarle la pureza de su amor por BS, lo mínimo que se puede hacer cuando se ama tan ciegamente es construirle un templo a quien amas, es una cosa religiosa, entendía ahora por qué se había sentido agredido cuando me hice el gracioso preguntándome qué cantidad de semen habríamos derramado en honor de la diosa, de su diosa. Vamos, sal de aquí, me ordenó el policía antidisturbios que empezaba a adiestrarse en algún cuartel secreto de mi cerebro. Y eso decidí hacer, antes de que llegaran los sándwiches, aunque no quería irme en realidad, en realidad lo que quería era quedarme para siempre, quiero decir, que lo que me apetecía era ser dueño de todo aquello, cambiarme por Bolivar, llevar aquella pasión, aquel deseo, con el orgullo incólume de quien sabe que no le hace ningún mal, antes bien, es una seña de identidad a la que aferrarse para estar menos solo, la pasión indemne del fan, no del idiota que alberga una esperanza, por remota que sea, de tocar la piel que se desea y se demora en encendidas fantasías tras las que queda el hondo abismo de la consciencia de que por muy reales que sean las tales fantasías, no son más que eso, demorados homenajes a la impotencia de tocar lo que ha levantado en tu interior una ola de deseo que no sabes cómo demoler.

   Bolívar acabó él solo la tarea, sin incluir mis muchas correcciones e interpolaciones que elevaban su escrito, aunque aprovechando la última de mis frases para terminar el texto: desde la luna, decía, sólo podían verse a simple vista dos construcciones humanas: una era la muralla china, otra, la pasión por Brooke Shields de millones de jóvenes. Ah, escudarse en los demás, me pareció cobarde. El artículo se publicó en la revista del Instituto, mejorado por un par de dibujos de la muchacha –al parecer por reproducir fotos pedían una fortuna. Bolívar ni me pidió explicaciones de mi abandono: era como si lo hubiese comprendido perfectamente, como si diese por hecho que yo no tenía su fortaleza para dar el paso que separa a un mero pajillero en un auténtico devoto, y que antes o después, mientras él seguía cultivando su devoción y siguiendo a la deidad allá donde se trasladase, a sabiendas de que mientras su devoción y la de muchos como él no decayese seguiría siendo deidad, yo me borraría en cuanto la actriz fuera suplida en las carteleras por otra más joven, más guapa, más rotunda. Después del Instituto nos perdimos la pista, aunque siempre que yo veía a Brooke Shields, en alguna de las series en las que le dio por alargar su fama, convertida en una escultura de metro noventa de brazos sembrados de músculos, me acordaba de él y de la muralla china.

   Uf, no sé, le dije al redactor jefe, entrevistar a Brooke Shields, no sé ¿ a qué viene a España?, pregunté. Publican sus memorias. No sé, déjame pensármelo y en unos días te digo, le dije. Mañana, me tienes que decir algo mañana, me ordenó el redactor jefe, pero vamos, que tampoco te hagas ilusiones, quince minutos de entrevista, ya te digo, ni siquiera nos dejan enviar fotógrafo, su agencia reparte las fotos. Mañana sin falta te digo algo, le dije, y colgué impaciente por buscar a Bolívar y contarle aquello tantísimos años después, preguntarle ¿sabes quién soy? ¿te acuerdas del texto de Brooke Shields que te corregí allá en el 16 a. de G.? ¿adivina a quién me han pedido que entreviste?.

   ¿Qué habrá sido de Bolívar?. Y me puse a googlearlo. Las facilidades de la era moderna para actualizar tu pasado. Me acordaba de sus dos apellidos, claro que sí, los puse junto a su nombre entre comillas, y  no había mucho donde buscar, pude enlazar enseguida una página en pdf del Diario de Jerez donde aparecía su esquela, una esquela publicada hacía quince años, en el año 5 después de G.

   Y aunque sabía que de aquellos quince minutos que me daban para entrevistar a la actriz me iban a sobrar catorce y treinta segundos, llamé al redactor jefe para decirle: cuenta conmigo. Tenía que decirle a Brooke Shields una cosa, una sola cosa, y aunque ya era demasiado tarde –quiero decir, que ya no creía que fuese verdad que era la único importante que le había pasado al planeta desde el Big Bang, de hecho ya ni el Big Bang me parecía importante-, había llegado el momento de decírsela.