li 02.jpg

I

 

Me dejaste en la mano un perfume

de sombras cuando crucé la calle

por raíles de nieve y te llevé a la acera

para que te perdieras en medio de la luz,

que te cegaba a ti y a mí me acorralaba

tras los vanos abiertos de tu nombre.

 

¿Adónde ibas?

¿A qué lugar

del tiempo de los ciegos?

¿Quién te esperaba?

 

¡Cuántos días te habrás entretenido

examinando la piel de las aceras,

los pliegues de las calles apagadas,

las delgadas trampillas del camino,

las agujas de relojes abiertos

a la oscura presencia de las cosas

empolvadas de escarcha,

fría como los pétalos de la luz!

¡Cuánto tiempo hasta reconocerte

en la ceguera y adivinar el roce

de las voces, el tacto del silencio,

el murmullo de pasos sobre el agua,

el crepitar encendido de la arena!

¡Cuánto tiempo para perderte

en los huecos vacíos de un candil!

 

¿Por qué no te seguí para decirte

que en el iris desmayado de tus ojos

encontré agazapada la mudanza

de un tiempo que aún no sabía

que se estaba pasando?

 

En la frágil pupila de tus manos

se adivinaba el resplandor del día.

 

III

 

La piel de las aceras se estremece

cuando la tocas con el bastón de espuma

repasando en su plana geografía

las huidizas estrías de la luz.

 

La piel de las aceras

(todas iguales

y todas tan distintas),

el damero donde apuestan

su suerte los mendigos,

prenden sus besos los voraces amantes

y anuncian su final los suicidas.

 

La piel de las aceras apagada en invierno,

cuando los días parecen esqueletos

desnudos sobre el agua,

esqueletos  de un tiempo de ceniza

tallada en las aristas de las horas,

ceñidas por arcadas de plegarias

y vigilias de siglos

que van dejando sus ecos suspendidos

en medio del silencio

que se pierde en el viento,

sobre la costra de los adoquines,

donde las piedras se lamen las heridas.

 

La piel de las aceras,

el bastidor de roca

que soporta las sombras

de calles desecadas,

tortuosas,

cerradas a la luz,

inquietas de memorias cocinadas

en la quietud de las vasijas

a la caída de la tarde.

 

La vida en la piel de las aceras,

un frenesí cercado por la noche

que deshace la gracia de tu mano.

 

VII

 

El peso de la luz

no es siempre el mismo.

 

Cuando toques los días del invierno

y te quemes las manos con la lluvia

que empapa de nostalgia

la raída memoria de los besos,

cuando roces los labios

de tu último amante

y te quede en la boca

el intenso sabor de la distancia,

cuando cruces la calle

y te tropieces con los restos

de algún día de abril

perdido por la prisa en las sentinas,

o cuando te abandones a la suerte

de saberte espiada

en mitad de un camino

empedrado con el azogue

que alumbra los espejos,

cargarás con una luz cada día distinta:

ligera algunas veces,

como los sueños de las libélulas

que vuelan alrededor de tu cabeza;

pesada otras,

como el agua de lluvia

que cae sobre el paraguas

que te abriga de las gotas

pintadas con los colores

imaginados del arcoíris.

 

El peso de la luz

nunca es el mismo:

lo sabrás cuando el agua

se quede detenida en el frío

y camines descalza sobre el hielo

que hace duros los días;

lo sabrás cuando pises sin quererlo

las cenizas de un día hecho de otoño

y sientas cómo se rompe el aire

y atraviesa las sombras de las hojas

caídas de los árboles,

ateridas sobre las aceras

heladas al amanecer.

 

De La presencia inasible de la luz (2011)