Héctor Carreto, Clase turista, Monterrey, Versus/Postdata editores, 2013.

 

 

En las últimas décadas, el mexicano Héctor Carreto (México D. F., 1953) se ha revelado como uno de los poetas  más interesantes del panorama cultural hispánico. Su poesía se caracteriza por una particular lectura de los clásicos grecolatinos –en especial, de los satíricos— y una infatigable ironía. Su trayectoria, iniciada en la década de los 70, cuenta con numerosas publicaciones en revistas (Tierra adentro, Nexos, Pauta…), y con los títulos siguientes: ¿Volver a Ítaca? (1979), Naturaleza muerta (1980, Premio Nacional de Poesía―Efraín Huerta de Guanajuato), La espada de San Jorge (1983, Premio Nacional de Poesía―Carlos Pellicer), Habitante de los parques públicos (1992, galardonado con el X Premio de Poesía ―Luis Cernuda), Íncubus (1993), Antología desordenada (1996), Coliseo (2002, Premio Nacional de Poesía Aguascalientes), El poeta regañado por la musa. Antología personal (2007) y Poesía portátil (1997-2006) (2009).

A esta lista se suma, desde el pasado verano, Clase turista. Lo leí, por esos azares de la suerte, en agosto, el mes clásico del veraneo. Lo releo ahora, y me reafirmo en mi impresión primera: el valor de este repertorio de poemas de ocasión. Esta categoría generalmente queda relegada a un aprecio efímero, y su vigencia se reconoce solo lo que dura la circunstancia de su composición, a la manera de una falla verbal. Es, además, un subgénero poco frecuentado en la actualidad, aunque fue muy popular en otros tiempos: curiosamente, en el Barroco. Curiosamente, digo, porque los tiempos que corren comparten no pocas notas características con dicha época, y muchas de ellas explicarían un repunte del género de ocasión. Así, la espectacularidad, la obsesión por lo efímero, el valor emblemático (literalmente) de la imagen congelada en un momento, aspectos todos ellos de la cultura barroca, ¿no podrían predicarse también del momento actual? ¿no es nuestra cultura espectacular? ¿no se rinde al culto de lo efímero? ¿qué otra cosa es una foto de avatar o de perfil, seguida de un breve estado Facebook, si no un emblema? Inmersos de una estética de pose (o postureo, según la nomenclatura a la moda), de permanente fijación del instante ya pretérito en Instagram o Pinterest, la poesía de ocasión es la nueva metafísica, la única posible. Tal vez nada nos retrate, hoy, como los poemas de ocasión.

Y, de entre todas las ocasiones, ninguna como el viaje –mejor dicho, la foto del viaje. Postureo, decía –pose, dijeron nuestros antepasados, en el XIX. Ya entonces los viajes formaban parte de esa estudiada postura que modelaba la imagen pública de uno (y, especialmente, un viaje, el viaje, por antonomasia: su destino, París). Desde entonces, todo ha cambiado, pero muy poco. El viaje sigue siendo unidad de medida internacional que pondera el cosmopolitismo, la exclusividad, la originalidad… Precisamente cuando la extensión democrática de las posibilidades de viajar hacen que ya no sea signo ni de cosmopolitismo, ni de exclusividad, ni de originalidad. El reto, hoy, sería conocer el mundo sin salir de casa, o esforzarse por hacer un grand tour de la mediocridad (una vuelta al mundo sin visitar ni un solo destino habitual, lo que, dicho de paso, es cada vez más difícil, porque los viajeros profesionales, es decir, casi todos, se esfuerzan por encontrar nuevos destinos y nombres vírgenes con los que epatar a sus amigos tras el regreso, aportando como prueba irrefutable varias tarjetas de memoria repletas de fotos).

Tendríamos que preguntarnos si no es un error la gran democratización del viaje –del gusto por el viaje—. Me confieso mala viajera. Me gusta, en todo caso, haber viajado. Este es solo uno más de los muchos motivos por los que un libro como Clase turista me parece excelente: no hay en él esa expandida hipocresía, imperante en todos los estratos, desde los intelectuales académicos hasta los opinadores a pie de la barra del bar, según la cual se reniega del turismo. Como el infierno para Sartre, la clase turista son los otros. De un tiempo a otra parte, España es todo un país de viajeros, donde hasta el que solo ha viajado a Londres en Ryanair desdeña las aglomeraciones y esboza un mohín al oír mencionar ciertos rincones –“estaba lleno de españoles”, dirá. Es raro que alguien decida confesarse turista. Afirmarse viajero resulta mucho más grato, aun cuando esta afirmación no pase de ser un souvenir más. Solo por eso, ya merecería la pena leer un libro que se anuncia como “Clase turista”.

Lo componen seis partes: “I. Turistas de oficio”, “II. Made in USA”, “III. Cielorraso”, “IV. Travelling”, “V. Tres poemas españoles”, “VI. Propinas incluidas”. En ellas, descubrimos que el turista que Carreto se confiesa puede ser mejor observador de la realidad que los obstinados viajeros, empeñados en suplantar con su romanticismo prefabricado y su ansia de autenticidad (un prejuicio más) la verdadera autenticidad posmoderna y hologramática de nuestro mundo de simulacros. Parece un juego de palabras, pero así es: hoy lo real es el simulacro, y “the real thing” es solo un eslogan; la búsqueda de lo auténtico es una pose más, y si cabe, peor, pues ni siquiera reconoce su entidad de pose y pretende (también en el sentido inglés: finge) la autenticidad. Entre la mística del viajero y la práctica del turista, me quedo con la segunda: su pose es menos soberbia, y ciertamente es más adecuada para conocer el mundo tal y como este es hoy. Pretender ser viajero a comienzos del siglo XX quizá era snob; pretenderlo a comienzos del XXI no solo es snob: también es idiota.

Y no hablo únicamente de una manera de viajar, por supuesto (al fin y al cabo, eso sería cosa de cada cual y de los amigos que sufren la consabida presentación de fotos al regreso de cada viaje). Hablo, y esto sí me compete, de una manera de relatar el viaje y el mundo. No me creo la enésima revelación ante una catedral que ha sido ya fondo de tantas pantallas. No me puedo creer a los que impostan la voz para parecer Stendhal: el verdadero Stendhal se expresó de un modo ante la Roma de comienzos del XX, pero a buen seguro lo hubiese hecho de manera diferente ante la Estación Términi en 2012 (por ejemplo). La voz de Héctor Carreto no puede ser más descarnadamente auténtica, quizá porque es buen lector de la tradición epigramática, excelente epigramista él mismo, y como tal, látigo de poseurs. Así, la experiencia mística que se espera ante un altar choca frontalmente contra la realidad más mostrenca: “‘Es hora de cerrar’, me dijeron los guardias” (“En la catedral de Barcelona”). Y los miles de kilómetros recorridos en pos de la imagen preconcebida se frustran, cuando la realidad se obstina en estropearnos la foto, como en “Paseo de Gracia, 2003”: “Mi único fin en este viaje fue retratarme ante los cuatro edificios de la Manzana de la Discordia. Fue en vano: un enorme bando que decía NO A LA GUERRA cubría las soberbias fachadas”. Quien bien conoce la tradición clásica epigramática propone sus propios epigramas satíricos contemporáneos: por ejemplo, “En un hotel de San Francisco” o “Troya revisitada”. Esta última es una Troya reloaded, una Troya con comentarios del poeta en que la épica deja paso al souvenir: El tema clásico de la ciudad reducida a ruinas, polvo, ceniza, se convierte aquí en un “A veces regreso a casa con un cenicero”. No solo el destino queda desmitificado (lo cual resulta relativamente sencillo de aceptar): también el yo, el sujeto de la experiencia y su enunciación, se desmitifica, y se convierte –aceptémoslo, aunque esto sea mucho más duro— en un mero comprador de recuerdos prefabricados.

En un mundo en que la reproducción de imágenes invade nuestra retina desde que nacemos, es imposible echar una mirada sobre algo que no haya sido previamente mostrado (y modelado) para nosotros por la literatura, el cómic o el cine, filtros insoslayables de nuestra percepción y de la vivencia de nuestros viajes (véase “Locomotora Versalles-París”). Los paisajes, además, se hacen intercambiables en el mundo globalizado, y ni siquiera nuestras vivencias infantiles parecen completamente a salvo de la exportación de estampas, de unas latitudes a otras, del pasado al presente. Vale la pena citar “Veracruz revisited”: “De niño, viajar al puerto de Veracruz era mi modo de ir a San Francisco. Pero un mal día el Gobierno retiró para siempre los tranvías. // Ahora, en San Francisco, retorno al Veracruz de mi infancia”.

Con todo, la exclusividad es posible. La experiencia personal, intransferible e irrepetible existe, y se le brinda como premio, en medio del más estandarizado de los viajes, a quien mantiene limpia su mirada, a buen resguardo de la tentación siempre acechante de engolar el tono y hacérselo de viajero. Al que sabe mirar, sabiamente escondido en la fila de turistas, como uno más entre ellos, la providencia le regala una vivencia única, distinta a la estándar de sus compañeros, aun cuando se dé en el seno de un viaje programado. Como una dorada visión (a veces, en la forma de unas piernas femeninas) que solo para los ojos del modesto turista que no apetece el prestigio sobado del viajero desplegara algún dios, en “Viena a la mexicana” o “Cambio de guardia”.

De los viajes se vuelve siempre con algún souvenir. Los viajeros tratarán de convencerte de que se trata de un objeto único, muy auténtico, que solo ellos lograron traerse en sus maletas. Los turistas admiten lo obvio, a veces con un poco de sonrojo: de sobra saben que ese cenicero made in Taiwan no valió ni la cola que esperaron para pagarlo… Héctor Carreto, además de algún cenicero de Troya (las llamas de la guerra condenadas a una repetición de brasas de cigarro), se trae de sus viajes con felices imágenes: el “estruendoso ruido amarillo” que identifica a la Alfama en el poema homónimo, con sus tranvías y su luz, o el hermoso endecasílabo que cierra “Cementerio de Arlington”: “en busca de un cheesecake de mármol dulce”. Solo hay una cosa que puede redimir al turista o al viajero de unos viajes que cada vez tienen menos que ofrecer, pues ya los mass media nos han colmado de  imágenes previas que son invariablemente mejores que la realidad, y donde los monumentos son más fotogénicos. Esa única salvación posible está en la mirada, y en la palabra. Héctor Carreto rescata, con su mirada de turista confeso, con sus palabras de poeta, Veracruz, Barcelona, San Francisco…

 

Carmen Morán Rodríguez