La piel de los extraños, de Ignacio Ferrando. Menoscuarto, 2012

La piel

Confieso que no había leído antes ningún otro relato del asturiano  Ignacio Ferrando (1972). Confieso que cuando leí en la solapa de este libro que había ganado con relatos anteriores algunos de los más prestigiosos premios de narrativa breve, como el NH, el Juan Rulfo o el Hucha de Oro, me empezó a picar la curiosidad, pero quería comprobar por mí misma que el universo narrativo de Ferrando es lo bastante autosuficiente, rico y profundo como para merecer además los aplausos de la crítica. Y confieso que no sólo no ha defraudado mis expectativas, sino que las ha multiplicado. Ignacio Ferrando, lo digo rotundamente, es un escritor sólido, muy inteligente y poseedor de un mundo en cuya travesía descubrimos parajes extraordinarios. Ignacio Ferrando y “La piel de los extraños” consiguen deslumbrar al lector, le hacen pasar por una de esas experiencias de lectura que no van a olvidarse, y esto es lo menos que puede pedirse a un libro y a un escritor. Lo más es que la causa de este deslumbramiento sea intrínseca al universo ficcional: a esa conjunción entre estilo y fascinación, o entre forma y fondo, que hace imposible la huida, que estrecha el cerco en torno al lector y consuma su rendición.

Once relatos largos, con una media de veinte páginas cada uno, despliegan el mapa de un mundo anómalo que con frecuencia plantea cuestiones metafísicas. ¿Y si todo lo que hemos imaginado se cumple?, por ejemplo (“Los atardeceres de Tagfraut”). O: ¿Nuestros recuerdos no son en realidad sino recuerdos de nuestros sueños? (“Tres violines”). O: “¿Y si Mother Solar había logrado dar con las leyes que rigen las coincidencias, que desmadejan el caos? (“Los sistemas”). No hay duda ya acerca de la indisoluble interrelación de ciencia y escritura literaria, entre el mundo de la ciencia y el mundo de la creación  literaria, y muchos escritores, como Ferrando, dan cuenta de ello. No en vano Ignacio Ferrando es ingeniero y profesor en la madrileña Universidad Politécnica y aprovecha sus conocimientos para disparar desde ángulos distintos a los convencionales, para perpetrar argumentos y personajes que se mueven entre ámbitos cotidianos y lo furtivo, entre la realidad y los misteriosos reinos de lo posible. Todo lo que es capaz de imaginar un hombre quizá alguna vez haya sido cierto o lo será en el futuro, pero en todo caso existe el futuro porque alguien ha tenido la suficiente perspicacia como para inventarlo desde modelos congruentes tomados de nuestra experiencia vital, literaria e interior. Esto es lo que hace este autor: manejar otros sistemas que no por no ser actuales, demostrables en la actualidad, dejan de ser ciertos. Tiene esa inteligencia lúcida que se lo permite, y un rigor y una imaginación dotada de amplio vuelo, y esa facilidad para expresar todo ello desde una prosa elegante y eficaz, densa y sutil al mismo tiempo, y de una enorme y gratificante riqueza expresiva.

Esto es lo que une a todas estas narraciones: escenarios o espacios cosmopolitas, perspicacia y originalidad. No hay ningún relato que decaiga, todos ellos se caracterizan por ser estupendos. Se podría hacer con ellos una antología de frases memorables: “Permitir una injusticia abre el camino a todas las demás”, “Uno solo recuerda lo que le ayuda a sobrevivir y olvida todo lo demás” (“Babel”). “Para Inma, las parejas, al contrario de lo que se piensa, se devoran al conocerse” (“La piel de los extraños”). “Lamentó haber asumido la belleza del mundo como algo normal”, “La vida tiene algo de eso, de atenuar los miedos a base de repetición” (“Pelícanos”). Satisface leer todos estos relatos tan cuidados, en los que la profesión de sus protagonistas no es mera excusa, sino el verdadero leit motiv de la narración, junto a la indeterminación: en “Tres violines”, el hijo de un lutier debe demostrar quién es después de haber sido dado por muerto gracias a su habilidad con los violines. Sin embargo, su identidad jamás habrá de ser del todo confirmada. En “Mathilda y el hombre del tiempo”, Howland, climatólogo, pronostica la llegada a la ciudad de un tsunami que hace huir a toda la población, y gracias a ello consigue permanecer en ella a solas, junto a su amante. Tampoco se sabrá si es todo cierto o solo un engaño.  En “Las profundidades” un fotógrafo que ha logrado olvidar una enigmática relación con una joven, gracias a convertir en una letanía el verso de Strindberg -“Desvanecerse hasta que ya no quede nada”-, se ve obligado a recordarla a través de sus fotografías para asistir a su funeral, e incluso inventarla. Del mismo modo que en algunos de sus relatos, Ferrando mantiene el enigma y el misterio sobre su pasado, además de apostar por superar las bases del monólogo interior mediante un original uso de la introspección.

Un singular paseo por el mundo del subconsciente y de la imaginación,  que se hace real, es el de “Los atardeceres de Tagfraut”: el protagonista de esta excelente narración, quizá una de las mejores, profesor de algo así como “Práctica imaginativa”, debe sufrir en sus propias carnes ese universo imaginado convertido en pesadilla de la que no podrá escapar jamás: “Nada de lo que valía en nuestro anterior mundo tenía vigencia allí”. También en esta línea de indeterminación entre lo imaginado o lo teorizado y su proyección sobre el mundo real, que acabará atrapando a sus personajes, se plantea la trama de “Los sistemas”: Un profesor es enredado en su propia teoría sobre el determinismo, las coincidencias y el caos, de los que acaba siendo víctima y que decidirán su destino.

Otros relatos se apartan de estas premisas para buscar el mundo del apocalipsis, del dolor extremo: “Pelícanos” narra con afortunadas metáforas una tierra inhabitable y yerta después de una catástrofe nuclear: “La luz crepuscular lechosa y como teñida de herrumbre”, “Ese sol radiante, hojaldrado, que quemaba más que calentar”. Y “Liberación”, el doble horror vivido por las mujeres en un campo de concentración: el del trabajo forzado y las privaciones y el de las humillaciones sexuales a las que han de someterse. En “La piel de los extraños”, un matrimonio decide involucionar para recuperar su pasión, pero se encontrarán con otros de sí mismos muy distintos a los esperados.

Por último, una excelente narración, “Un buen tipo demasiado sentimental”, rinde homenaje a la novela negra y a uno de sus grandes cultivadores, Raymond Chandler, en una audaz vuelta de tuerca que tiene a su detective Philip Marlowe como protagonista y al propio autor como antagonista. Me interesa destacar especialmente el cambio de registro lingüístico al que le obliga el narrador, que es el propio detective, un tipo duro e ingenioso que se expresa como tal: “El pequeño Ruddy ronroneaba como si acabaran de meterle las agujas de tricotar hasta el esófago por el recto”, así como la descripción de Raymond Chandler por parte de su personaje -propiciada por este cambio de perspectiva-, que hace hincapié en los aspectos reales y sórdidos de este escritor alcohólico y depresivo.

Merece la pena, sin duda, la lectura de este singular libro de un excepcional creador, que ha optado por urdir un mundo alejado de toda facilidad, un escritor que mima a sus criaturas, que moldea con inteligencia sus estructuras y modela con rigor sus historias hasta lograr un acabado perfecto.

 

Yolanda Izard