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El vagido es el llanto de quien nace. Remite a la misma raíz latina de vagina, de donde emergen esos que lloran, situados –antes de que empiecen los poemas de este libro– en los partos con que la autora lo subtitula y en la dedicatoria a sus hijos. Un comienzo literario que es el comienzo de la vida en sí, polisémico ya desde la enunciación de esos tres nombres cuyo origen hebreo es evidente en el primero –que significa reunir y cosechar, usado por el poeta y músico del rey David, oficios idénticos entonces– y velado por el alemán y el castellano en los dos siguientes, que refieren a la justicia divina. Con esta carga multicultural e irreductible de pasado y futuro, escritura y experiencia, Verónica Zondek vuelve a parir Vagido a veintitrés años de su primera concepción.

Son cada vez más escasas las referencias a la maternidad en la poesía chilena, en concordancia con el desvalor de ésta en las sociedades posmodernas, por oponerse de manera tan radical al individualismo y la propiedad –alas posibles de una libertad que dista de ser inclusiva– y, por cierto, a la autonomía creciente de la mujer, que comienza por su cuerpo. Como contexto basten la transgresión negativa de los dos Nobel hace casi un siglo, con “Poema del hijo” de Gabriela Mistral en Desolación, “Farewell” y “Maternidad” de Pablo Neruda en Crepusculario y en la segunda Residencia en la tierra, respectivamente. El poema de Mistral ilustra una de las tensiones centrales de Vagido pues, siguiendo la lectura de Jorge Guzmán en “Por hambre de su carne” –un título parecido a los de Zondek– en él la ausencia de un eje masculino define el yo poético mistraliano que pasa de la ilusión por el rol tradicional de la madre al rechazo del abandono posterior, y opta así por la producción de escritura en vez de la de hijos.

En nada exenta de este dolor, cuajado en la aspereza de su prosodia, Zondek reúne la doble condición de parturienta de hijos y también, o primero, de lenguaje. La corporeidad con la que lo trabaja se hace carne en la lengua al decirlo: “Sí/ 
tierra entreterrar quiero/
 para señal de filo fingir/ 
en el pelaje que cubre tu pudicia” (II). “Sí, quiero” como Molly Bloom, sí al cuerpo activo de la feminidad. La afirmación y el deseo separados por la aliteración más material de todas, la de adentrarse en la tierra, residir en ella como en la citada obra nerudiana aun a falta de una palabra que lo signifique, pues ese espacio lo llenan los neologismos, indispensables si se pretende permear una sociedad patriarcal, que se reproduce desde su lenguaje. A la radical dialéctica mistraliana, Zondek propone una síntesis en las dos maneras conjuntas de creación. Y como de un aserto así de demandante nadie puede estar del todo segura, balbucea como una recién nacida, atomizando las palabras hacia sus sílabas fundantes, sobre todo cuando dan cuenta de la posesión en “mí” o “me” (X), y que al extenderlas es para denotar su pérdida: “lo poco mío” (XXII), por ejemplo.

El obstáculo que instaura la maternidad en el egoísmo posmoderno es tratado aquí, entonces, desde las fronteras mismas del castellano, que en sus reflejos como el pasivo o impersonal “se” evita la propiedad de las acciones que en el inglés –por explicar con el idioma oficial de este mundo, vastamente versionado por la autora– pertenecen a quienes las realizan. En la ambigüedad de su silabeo entrecortado, Zondek construye la problemática relación de madre e hijo, donde una extiende al otro como algo que, sin embargo, se constituye en tanto no es ella misma. Un instinto maternal de apropiarse del sujeto que es imposible de satisfacer, pues si ello sucediera, sólo podría lograrlo como objeto, esto es, quitándole la libertad, de acuerdo a la relación del amo y del esclavo establecida por Hegel. Pero esa apropiación también es la del amor, entendido ya no como deseo de lo que no se tiene sino como cuidado por lo que sí. En palabras de Cernuda, “Libertad no conozco sino la libertad de estar preso en alguien” y de eso pareciera tratarse Vagido: del amor y su inseparable dolor, que confirma una individualidad nueva, una vez desprendida de esa que era propia. De un instinto cuya incompatibilidad con los valores del cambio de siglo es sólo aparente desde la lectura múltiple del evento mismo de la maternidad, que contiene en ella la paradoja que la exterioridad apenas vislumbra en sus virtudes de semejanza, “mi mí/ tú/ mi yo/ mi otra.” (VI); esperanza, “trepar/ todo suave/ deslizando/ se/ perfecto/ el desliz” (XVI) y trascendencia “En mí lo tuyo. (…) y más allá/ sucede/
 que sucede/ que sucederás (XXIV). Ojos que verán lo que los propios no, justamente porque no son los propios, otredad que es profundizada por el cambio de voz en el poema final, incluido aquí por primera vez.

La ilación de los versos y a la larga de los treinta y dos poemas es sonora a través de campos semánticos distintos como en “transpiro tu vida/ transcribo tu seña” (II) y de asonancias que por reiteradas dan con la musical monotonía del cultrún o de las rimas en verso de arte menor del siglo de oro, como en “un sin salida/ mi sal del llanto vida/ por el lagrimal abierto/ la esperanza que crece/ ida” (III). Las atmósferas, en tanto, son construidas también gracias a la abstracción de versos como “el miedo pulido/ su lento viaje” que son contrastados por la temperatura del cuerpo en “tu tibio ojo/ el mío.” Con el verso estrecho a punta de elipsis, Zondek estruja las palabras hasta que goteen. Ya los primeros sintagmas del primer poema anuncian la rareza del resto y dan cuenta de la pluralidad de lenguas de cuya sintaxis se apropia, no como fin de la poesía, sino como medio para un discurso en cuya sensorialidad habita. Éste es el del asombro violento, que va perdiendo la sujeción al sentido sintáctico y ganando el poético por sugerencia y asociación a medida que avanza el libro, como si el lenguaje se desmembrara por insuficiente ante la experiencia de dar vida y darse en ella. La liberación del sentido enarbolada por su contemporáneo Néstor Perlongher para significar el exceso, acá opera desde la esquina contraria de la falta, del corte abrupto ante la misma palabra sometida a juicio por transparente. La opacidad de Vagido no es la de los sentidos dinamitados, sino la que resulta de apretarlos en espacios mínimos: todo lo que el poema dice se encuentra en el mismo a la espera de un eventual desciframiento. Eventual por cuanto el poema no obliga a realizarlo fuera de su musicalidad. En esto sigue a Góngora y también en que las imágenes se construyen en relación oblicua con sus referentes, que en este caso son las situaciones íntimas de lo maternal: “me quema la pestaña.// Tu aire todo para mi ojo/
 para entera verme tú/
 mi otro/
 sin la mía cumbre en tus cuatro pies” (XIX) y son los finales de los poemas los que suelen amarrarlos en intensas confesiones como “tiento/ tentándome al desgajo continuo/ que voy dejándome/ 
en el camino” (XX).

El nacimiento y la muerte fluyen de manera casi aséptica respecto de quienes padecen ambos, las mujeres. Vagido contamina ese fluido al radicar lo femenino en el vacío, en el hueco no solo de la vagina y del vientre, suaves; sino en el del hueso duro de la existencia fugaz, tan poroso como los primeros. Esta preocupación permanente de la poesía por la tirantez entre Eros y Tánatos, se presenta acá entre el adentro y el afuera de un cuerpo en el cual la muerte aparece de veras en el instante mismo en que cumple con traer otra vida que la reemplace. En el parto parte la larga agonía de la parturienta, consumada en el rol de reproducir la especie, pero también germina la vida por la simbiosis con el hijo, captada en giros como “habiendo/ me” (XIX) y “me nacer” (XXV). La labor se proyecta a la protección mamífera de la crianza en “mi maduro/
madurando bajo el sol” (V) y su vinculación a la naturaleza. Ésta impuso quizás la mayor violencia en el cuerpo femenino, la de cargar otro cuerpo, penetrada de ida al fecundarlo y de vuelta al dar a luz. Esa metáfora. Qué decir de cualquiera de los estados con que se la nombra: de gravidez (peso) o de embarazo (impedimento, dificultad, obstáculo), o cualquiera de los verbos para su sinonimia: enfermar (debilitar, menoscabar, invalidar) o preñar (llenar, henchir). Todas metáforas del cuerpo que se encuentran a lo largo de la obra de Zondek, tal vez radicalizadas en El libro de los valles (2003), pero también como seudónimos del dolor en Por gracia de hombre (2009) y en La ciudad que habito (2012). Metáforas, cuerpo, y con esta reedición uno escritural que se completa, para beneficio de los lectores a destiempo.

 

Enrique Winter.