“También esto pasará” es la frase que, tras meses de deliberación, los sabios de un reino ofrecieron al poderoso emperador que necesitaba un lema que sirviera para cualquier momento de la vida, como refugio ante la adversidad o ante la fortuna. Esther Tusquets compartió ese relato con su hija para consolarla del fallecimiento del padre, cuando aún era una niña: “El dolor y la pena pasan” –añadió- “como pasadescargan la euforia y la felicidad”.

También esto pasará es el título que Milena Busquets (Barcelona, 1972) ha escogido para su segunda novela, libro-revelación de la Feria de Frankfurt, publicado en Anagrama y en Amsterdam Llibres (en español y en catalán), y con contrato en más de veinte sellos editoriales de todo el mundo.

La autora ha creado a su alter-ego, Blanca, una mujer de unos 40 años, con dos hijos, dos ex maridos, dos amigas y un amante, a los que reúne en su regreso a Cadaqués, el paraíso perdido de la infancia y juventud, el paraíso que ahora habita su madre, enterrada en el cementerio de Port Lligat. Con esta atípica conjunción de personajes como marco de un duelo, Busquets construye una carta de amor, un homenaje, a su verdadera madre: la escritora y editora fundadora de la editorial Lumen, cuyo nombre y profesión se obvian, respetuosamente, en las páginas de la novela.

La reconstrucción del complejo vínculo madre-hija se alterna con una indagación personal en la que lo grave armoniza con lo frívolo, y el dolor de la pérdida se apacigua con la búsqueda del placer. Los coqueteos, las reflexiones mundanas, la compañía de sus amigos que aún fuman porros mientras los hijos duermen, las mañanas estivales “en las que lo más importante es decidir lo que se va a comer a mediodía y embadurnar a los niños de crema solar” forman parte del presente de Blanca, una mujer apasionada e irónica, desvalida y contradictoria, para quien “la ligereza es una forma de elegancia”. Blanca es un “fraude de adulto” que daría lo que fuera por volver al asiento de atrás del coche de su madre; es un personaje que se mira a sí mismo y mira a su alrededor, en ocasiones, con cierta distancia y frialdad, acaso para aligerar el exceso sentimental provocado por la ausencia de su ser más querido, a quien  apela constantemente en el relato:

Amamos como nos han amado en la infancia, y los amores posteriores suelen ser sólo una réplica del primer amor. Te debo, pues, todos mis amores, incluido el amor salvaje y ciego que siento por mis hijos. Ya no puedo abrir un libro sin desear ver tu cara de calma y de concentración, sin saber yo que no la veré más y, lo que tal vez sea incluso más grave, que no me verá más. Nunca volveré a ser mirada por tus ojos. Cuando el mundo empieza a despoblarse de la gente que nos quiere,  nos convertimos, poco a poco, al ritmo de las muertes, en desconocidos. Mi lugar en el mundo estaba en tu mirada.

La novela se abre con el sobrio funeral en el que, por deseo de la difunta, han quedado prohibidos los versos, la música, las flores y los rezos. Blanca se percata de que “hay mucha gente y falta gente”, y pone al lector frente a una terrible realidad: el deterioro físico y mental aleja, a menudo, a los que un día fueron grandes amigos; y fácilmente acerca, en cambio, a los que no han vivido el trance, y solo “recuerdan a la persona gloriosa que eras hace diez o diez mil años”.

El credo de la protagonista se resume, en ese punto de su vida, en el convencimiento de que estamos hechos de ausencias, de que “somos más las cosas que hemos perdido que las que tenemos”. Debe calibrar ahora la distancia exacta que quiere tomar  frente a su madre; debe pensar en qué hacer con los recuerdos materiales, y resolver si quedarse con una prenda simbólica: la chaqueta de lana azul grisácea con rayas de color teja.

Los recuerdos punzantes brotan hasta en los ladridos de unos perros, pero la protagonista trata de seguir viviendo con ligereza a través de los besos furtivos, las carcajadas de artificio y las ocurrencias aforísticas. Para Blanca, “lo contrario de la muerte no es la vida, es el sexo” y “la vida no tendría mucho sentido sin las noches de verano”.  Su exaltación hedonista se percibe, a ojos del lector, como una necesidad humana y  animal, de sentirse arropada, tocada, querida: “Desde tu muerte, lo único que me alivia es el contacto físico, por muy fugaz o casual o leve que sea” (cap. 8).

Blanca vuelve al refugio costero de su madre y allí recuerda por qué ama esta tierra, “este cul-de-sac escarpado y feroz de atardeceres rosas”, resguardado por montañas y por misteriosas brujas, que ahora han acogido a una nueva (sobra aclarar a quién se refiere). Allí se detiene a observar la adolescencia de su hijo, Edgar, que “camina cansina y lánguidamente, barriendo el aire […] como si todos los sitios fuesen una pesadez, o como si ya los hubiese visitado un millón de veces”. Allí, por vez primera, sale a la calle sin el objetivo de llegar a ningún sitio, con el único afán de sentarse a ver pasar la gente:

El mundo se divide entre los que se sientan en los bancos de la calle y los que no. Supongo que he pasado a formar parte del grupo de los ancianos, de los inmigrantes, de los desocupados, de los que no saben a dónde ir.

Volver a Cadaqués es empezar a recobrar la mejor versión de su madre, la generosa que ayudó discretamente a los lugareños en las dificultades económicas; la mujer despeinada al timón del Tururut, la amante de sus perros y de los perros sin dueño. Es reconstruir el rostro oculto tras la máscara que le puso la enfermedad, cuando se convirtió en un “monstruo del egoísmo” y depositó toda la responsabilidad de su “menguante felicidad” en los hombros de la hija, a la que nadie había avisado de que, un día, tendría que convertirse en madre de su madre (“Y, mamá, no se puede decir que como hija me dieses muchas satisfacciones, la verdad. No fuiste una hija fácil”). Allí entiende que solo sus hijos, los niños, fueron “capaces de ver y de llegar, a través de la enfermedad y de la bruma, a la persona que fuiste”.

Volver a Cadaqués es sentirse viva en la soledad irreparable. Es contemplar con otros ojos los apartamentos de verano de los años 70 “con mucho cemento pintado de blanco, escaleras de madera rojiza, largos pasillos y grandes ventanales con magníficas vistas al pueblo y a la bahía”: aquellos pisos que un día fueron una comuna hippie. Es evocar a los protagonistas de la “gauche divine” barcelonesa, al círculo social y cultural que rodeó a su madre, un grupo de jóvenes rebosantes de ansias de libertad, vitalidad, y diversión, a los que ella solo pudo atisbar con fascinación −desde el coto vedado de la infancia-, con un esfuerzo que ya no conocerán los niños del siglo XXI:

Reconozco al instante a los hijos de aquella generación, a los asilvestrados que, como yo, fueron educados por padres lúcidos, brillantes, exitosos y muy ocupados, adultos empeñados en que el mundo fuese una fiesta, su fiesta. Somos, creo, la última generación que tuvo que ganarse, a pulso, el interés o la atención de sus padres. En muchos casos, lo conseguimos cuando ya era demasiado tarde. No consideraban que los niños fuesen una maravilla, sino un engorro, unos pesados a medio hacer. Y nos convertimos en una generación perdida de seductores natos. Tuvimos que inventar métodos mucho más sofisticados que simplemente tirar de la manga o echarnos a llorar para que nos hiciesen caso. […] Ahora tengo la casa forrada con los dibujos de mi hijo pequeño y escucho al mayor tocar el piano con la misma reverencia que si fuese Bach resucitado. A veces me pregunto qué ocurrirá cuando esta nueva generación de niños cuyas madres consideran la maternidad una religión –mujeres que dan de mamar a sus hijos hasta que tienen cinco años y entonces alternan el pecho con los espaguetis−, mujeres cuyo único interés y preocupación y razón de ser son los niños, que educan a sus hijos como si fuesen a reinar sobre un imperio […] crezcan y se conviertan en seres humanos tan deficientes, contradictorios como nosotros.

Volver a Cadaqués es cuestionarse sobre su educación sentimental  y  la de su generación, sobre su origen y sobre su tendencia a vivir en la indolencia,  la utopía, y probablemente en el egoísmo, como le reprocha su amiga Elisa:

 −¿Sabes una cosa, querida Blanca? Esa idea infantil que tienes de un nuevo tipo de sociedad, que en teoría nuestra generación está construyendo sin que nadie se dé cuenta, donde todo el mundo se entienda y bese a quien quiera cuando le apetezca y entra y salga de las relaciones como quien entra y sale de su casa y tenga hijos por aquí y por allá, sólo funciona cuando los demás te importan una mierda.

El retrato de la madre evoluciona a medida que avanza el largo monólogo de Blanca: del recuerdo oscuro de los últimos tiempos de desacuerdos y discusiones, del odio y los rencores, de las mentiras y el dolor de no sentirse querida (“eres mala, Blanca, eres mala”) a la compasión ante su madre, una mujer brillante y popular, que en la vejez empezó a notar que lo que explicaba ya no interesaba a nadie. La indagación personal reconstruye, progresiva y lentamente, la complicidad que las unía, y dibuja las facciones de aquella mujer culta, tierna y siempre condescendiente ante cualquier error cometido por amor; una madre exigente y bondadosa que, ahora, no la espera tras la celda del cementerio, sino desde la felicidad del muelle, camino de la barca y del mar, con su indumentaria desaliñada y las piernas morenas llenas de moratones, acompañada de sus tres perros.

Volver a Cadaqués es hacer un recuento del legado infinito e intangible que han heredado sus hijos gracias a lo que vivió junto a su extraordinaria madre. Tal vez por esta razón la protagonista declara que el lema de los sabios del cuento es falso, porque no quiere que sea cierto que también esto pasará.

Inmaculada Rodríguez Moranta

Universidad Rovira i Virgili