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Francisco Javier Irazoki, Orquesta de desaparecidos, Madrid, Hiperión

 

 

Francisco Javier Irazoki es un poeta de la parte del norte de Navarra que tenía diez años cuando llegó a su pueblo Orson Huelles para rodar la shakesperiana ‘Campanadas a medianoche’ y poco más cuando distrajo de la escuela un diccionario que fue al cabo su llave para abrirse al placer de las palabras y al vicio de la literatura.

Irazoki es un poeta de Lesaka que supo de la pobreza de posguerra, de los descalzos mirando siempre al cielo y al horizonte y que dicen que vive en París, al parecer desde hace veinte años, rememorando con gratitud a desaparecidos ejemplares: la hermana iniciática muerta en plena juventud, el tío que perdió la cabeza por un desengaño pasional, el abismado Leopoldo María Panero, el sosegado y hospitalario Ramiro Pinilla, las manzanas ácidas de Pablo Antoñana, la casa sin pureza ni banderas ensangrentadas de Gabriel Aresti, el dolor de Osip Mandelstam y Anna Ajmátova en sendas escudillas del gulag, un oboísta del Este desengañado en intérprete callejero y otros músicos frágiles, su particular orquesta de notas rotas…Y no desaparecidos: su colega en el entusiasmo surrealista de CLOC, ahora remansado en muchas de sus prosas poéticas, intacto en algunas de las últimas del libro, las más íntimas y las de su barrio, el divertido y bondadoso Fernando Aramburu.

Irazoki es un poeta lesakarra que vive en París y sale en las solapas de los libros con barba de gurú y mirada hundida y cándida, aunque con un punto de pillín en el brillo de sus pupilas, de cuando era niño y triscaba por los prados. Irazoki es un poeta siempre forastero pese a esa mirada limpia y compasiva, de los que no calculan ni sopesan ni coleccionan sus lindes, sino que nos ofrece un excipiente de poesía verdadera –que “no es una delicadeza decorativa, sino una intensidad de la mirada que despierta a la conciencia”- de los días vividos.

Irazoki es un poeta madrugador que antes rastreaba sus palabras bajo el resplandor de un lucernario y ahora lo hace sobre una mesa “de madera exótica, compuesta de seis pies y dieciocho piezas encajadas en el tablero”, armada con el dolor del suicidio de la joven esposa del ebanista. Irazoki es un poeta a secas, un poeta espléndido, con el porte rotundo y firme de un roble pirenaico, que se permite el lujo de pasear en las mañanas parisinas la hondura nítida y clara, la lucidez luminosa, entre melancólica e hímnica, del murciano Eloy Sánchez Rosillo.

Irazoki es un poeta valiente que ama todos los idiomas, capaz de arrepentirse del odio político de sus años mozos y patrióticos cuando era devoto del sexo alcohólico a tumba abierta y de compadecerse –me acuerdo ahora vivamente, tantos años después, de un episodio de juventud evocado en ´Los hombres intermitentes’, el estupendo pariente anterior del libro que nos ocupa- de una pareja de guardias civiles desnortados entre la desafección y la difusa amenaza de los caseríos encantados por la neblina; que sintió a su padre muerto en un ghat de Benarés, cómo su equilibrio y mesura bajaban los peldaños hasta el agua densa del Ganges mientras retrataba un hilo.

Irazoki es un poeta. Es tal su poder de convicción, tan manifiesta su autenticidad, tan apegado a ella y tan armónico el estilo que cuando se acaba ‘Orquesta de desaparecidos’ nos gustaría ser uno de ellos o marcharnos a buscarlo a su buhardilla francesa. Irazoki es un poeta valiente del que se comenta que vive en París, donde pergeña textos conmovedores con un mimo artesanal, mientras conjura y esquiva la amenaza de las tejas propensas a desprenderse con la memoria de la guitarra golondrina de Jimi Hendrix. Como no puedo recibir la bendición de sus barbas apostólicas me conformo con su poema final, “Testamento”: “Me gustaría que sobre mi muerte se plantase el árbol de la discreción”. Amén.

 

Fermín Herrero