8 Los ladrones y el amor

Es tentadora la idea de percibir Madrid como un museo nostálgico, proceso en el que están inmersas otras capitales europeas que no han sabido evolucionar con los tiempos y, en su decadencia, se han convertido en escaparates de glorias pasadas. Se podría incidir en esos raros especímenes que contracorriente intentaban insuflar un hálito de vida a la decadencia de una villa administrativa que se regocijaba en ver pasar la historia sin intervenir; en su última versión, convertir al puñado de jóvenes enredados en caóticas inquietudes de los ochenta en un todo. La ciudad miró de lado al grupúsculo que vivió hasta sus últimas consecuencias la Movida madrileña, con desprecio hacia sus extravagancias, con una sonrisa cínica cuando los veían pasar camino de la Almudena[1]  enganchados a la jeringa. Eso no impidió que la derecha más carpetovetónica, veinte años más tarde, reivindicase esa fantástica leyenda que se inventó alrededor de un grupo al que una tristeza desesperada llevó al suicidio heroico. La capital de esa España que mira con espanto cualquier iniciativa que rompa sus fantasías imperiales se recrea en las mentiras que desde el siglo XVIII caracterizan a la Corte. En la pintura dieciochesca podemos ver a un Carlos III de cuento de hadas paseando entre palacios por la ciudad en que fue mejor alcalde, pero nadie podrá encontrar los restos de tan suntuosa edificaciones. Las fantasías edilicias, con las que los intelectuales adulaban a los Borbones, no eran más que falsetes de estuco que se ponían delante de los ruinosos edificios que se encontraban los nobles en sus raros paseos por la villa para no ofender la sensibilidad de los elegidos; una costumbre que ha ido perdurando a lo largo de los siglos.

A principios del siglo XX la villa que nació en la orilla de un aprendiz de río tiene pretensiones de ciudad, un ensanche en que no se ven más árboles que los raquíticos de la Castellana, cuyas pobres hojas agonizan cubiertas con el polvo que levantan los coches al pasar, ni más campo que el de los áridos terruños que rodean a Madrid[2]. Un lugar sin alma poblado por unos desarraigados que, con agresiva resignación, intentan pasar inadvertidos entre un populacho que no perdona el talento. El golfante madrileño acepta con sumisión su puesto en la sociedad, limitándose a dar una nota de color a esa Puerta del Sol poblada de torerillos de invierno, folklóricas y falsos bohemios, arquetipos perfectamente representados por los novelistas de la época. Madrid no podrá nunca ser decadente porque nunca fue grandiosa, siempre ha navegado evitando los escollos del compromiso, un paraíso para la mediocridad cobarde del covachuelista. Lo único que exalta al madrileño es la diferencia, el chulo castizo se ensaña con Gloria Laguna[3] por mirar lascivamente a Emerita Esparza[4] y forma monumental bronca en el teatro de La Zarzuela, pero se achica ante el amo que le humilla, el político que le roba y el cura que le aterroriza con fuegos eternos. La marquesita de la Laguna tiene que salir escoltada por la policía para evitar agresiones una vez suspendida la función. Esa mujer desenvuelta e ingeniosa, pizpireta, que tenía una voz varonil y fumaba como un carretero, según la describen las crónicas, era una de las pocas mujeres que se atrevían a desafiar la sórdida realidad de aquel poblachón manchego. Musa literaria de una generación que quería romper moldes, es especialmente conocida por su vida disipada y sus escándalos nocturnos en compañía de su tío Antonio de Hoyos y Vinent, Pepito Zamora y su corte de degenerados; pasó de las crónicas de sociedad con puesta de largo, matrimonio de conveniencia y demás zarandajas sociales, a la de chismorreos cuando se separó de su marido y vivió abiertamente su sexualidad. Era el prototipo de personaje que el marqués de Vinent describía en novelas que se desarrollaban en unas fantasiosas noches madrileñas en las que Lavapiés se convertía en un Montmatre castizo; una literatura que reivindica a las adúlteras, a los descalificados, a los cobardes, a los desertores, a los vencidos, a los fracasados, a todos los que vieron hundirse para siempre sus sueños de gloria en el abismo de las pasiones, dedico estas páginas de tristeza, de crueldad y de sarcasmo[5]. Autor decadentista que lleva a las páginas de sus novelas populares a bellezas ambiguas de cosmopolitismo ferial[6], rompiendo la fascinación que aquellos intocables personajes ejercían sobre las clases populares. Demasiado para aquel lugar más postizo que castizo que aceptaba mucho mejor al perro Paco[7] que al apio[8] aquel que buscaba a jóvenes obreros en los arrabales de la capital.

En realidad Madrid no ha cambiado gran cosa, en los años veinte, al igual que ahora, los líderes hablaban con esa seguridad con que pregonamos las máximas que nunca hemos pensado en seguir[9]. Apenas un puñado de personas en cada generación son consecuentes y Hoyos y Vinent fue uno de ellos, ya fuese cuando arrastraba su conservadurismo aprendido por las páginas de ABC, cuando empezó a romper sus poses estéticas en favor de la naturalidad en sus relaciones personales, hasta que comenzó a colaborar con el Partido Sindicalista de Ángel Pestaña[10]. Durante el cerco a la ciudad, durante la guerra de 1936-39, se acercaba a las defensas con mono azul de obrero (Confeccionado en seda para él), su monóculo de marqués y algún joven obrero seducido la noche anterior, a animar a las tropas y mostrar su apoyo al gobierno legítimo.

Los catequistas de la revolución han querido ver en la defensa de la capital un hito, cuando en realidad su caída fue por la pasividad de la mayoría, favorecida por la traición de unos pocos y, a la postre, defendida por un puñado de gente anónima que pagó con su vida el haber tenido una ilusión. El único que no se rinde y prefiere morir combatiendo a los soldados nacional-católicos del general Franco fue Mauro Bajatierra[11], uno de los pocos revolucionarios consecuentes que había por estos lares. La mayoría de los que habían apoyado la república por convencimiento, movidos por la dignidad, se rindieron ante la indiferencia de esas masas apáticas que únicamente se convierten en fuerza en los delirios de la propaganda. La mayoría de ellos no habían empuñado un arma, no habían alterado sus principios éticos y si habían participado en algo fue para salvar a algún conocido durante los primeros días de la guerra. Los que habían cometido crímenes de guerra se encargaron de hacer mutis por el foro en cuanto se torcieron las cosas, dejando al libre albedrío de otros criminales de guerra las decisiones sobre la vida de aquellos que habían creído que España podía convertirse en un Estado. Y como siempre que se deja libertad a las fieras clericales, desde las guerras carlistas hasta ahora, aquello se convirtió en una matanza. Hoyos y Vinent, como tantos otros, muere en la cárcel de Porlier, abandonado por todos, incluido su hermano. Su agonía en la enfermería de la prisión la conocemos por el testimonio de Diego San José[12] que también estaba allí. El genio del decadentismo desaparece y únicamente se le recuerda por una sexualidad que vivió al extremo, pero que nunca utilizó para sus libros.

8 Retrato de  Álvaro Retana por Pepito Zamora

[1] Cementerio principal de Madrid.

[2] Cuestión de ambiente, Antonio de Hoyos y Vinent

[3]Gloria Laguna (1889-1949), marquesa de Laguna y condesa de Requena. Musa literaria de su generación, llevó una vida escandalosa para la época que quedó reflejada en obras de distintos autores.

[4] Popular tiple de opereta de la época.

[5] La vejez de heliogábalo, Antonio de Hoyos y Vinent, Renacimiento, Madrid, 1912, Dedicatoria Pág. 7

[6] Idem., Pág. 30

[7] Perro callejero de color negro que a finales del siglo XIX se convirtió en personaje del costumbrismo madrileño. Se colaba en las tertulias de los cafés que había entre la puerta del Sol y la Calle de Alcalá, pasaba las noches en el Café Fornos y asistía a los estrenos teatrales, siendo respetado y querido por el público.

[8] Término despectivo de las conductas homosexuales

[9] El gran pecado de la marquesa Tardiente, Antonio de Hoyos y Vinent, Segunda parte, Capítulo I

[10]Ángel Pestaña Núñez (1886-1937), anarcosindicalista español que mantuvo una trayectoria de compromiso toda su vida. Durante la guerra participa en los gobiernos de la república porque para él ganar la guerra era lo primero, la revolución ya se haría si había ocasión. Muere por causas naturales durante la contienda.

[11] Mauro Bajatierra Morán (1884-1939), panadero que defendió la filosofía libertaria a lo largo de toda su vida. Autor de una obra militante entre la que se encuentran varias novelas populares, publicadas en la colección “La Novela Ideal”, dirigida por Federico Urales. Murió el 28 de marzo de 1939 en Madrid al negarse a rendirse tras entrar las tropas nacional-católicas en Madrid. Fue abatido en su vivienda de la calle Torrijos del barrio de La Guindalera, tras mantener un tiroteo con los vencedores.

[12] Diego San José de la Torre (1884-1962), escritor y periodista, prolífico autor de la novela popular que se especializó en temas históricos. Nunca militó en ningún partido y tenía buenas relaciones con todos los actores sociales de su época, lo que no le evitó una condena a muerte tras la guerra que fue conmutada aunque con la prohibición explícita de publicar.