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Es extraño e injusto, ya lo sé,
que en mi vida haya nombres de mujer
del todo irreprochables
en dulzura y bondad (siendo mis ángeles),
en belleza (esto dicho por mi musas),
en lealtad ( la de mis compañeras);
y sin embargo, no es ninguno de sus nombres
el nombre de mi vida,
sino que aquel gran nombre es
el nombre de un niña…

Un nombre por pudor siempre ocultado,
que no conté ni a mi mejor amigo,
que no pudo arrancarme ni mi psicoanalista.
Un nombre que aún me causa
conmoción y aturdimiento,
que detiene mi tiempo
que provoca oleajes y turbulencias íntimas
en la región donde se me une el cuerpo con el alma.
Un simple nombre diminuto,
cuyo apellido ni siquiera ya recuerdo,
y que responde a un rostro
también desdibujado por el tiempo:
el rostro de una niña.
¡Es sólo el nombre de una niña!,
pero este nombre
es el más dulce vocativo,
un nombre mágico que evoca si lo invoco
un placer inefable
de esperanza y rubor primaverales,
de vértigos y ahogos
y de corazonadas que estallan en mi estómago.
El nombre inaugural,
que repetí con obsesión mil veces
en mi primer insomnio,
como se frota yesca para obtener su fuego.
Ese nombre,
que en días de nostalgia e inventario
se manifiesta en forma queda pero ineludible,
como los golpes de una claraboya,
que olvidara cerrar
en la buhardilla de mi alma.

 

Lo cierto es que todo hombre,
aún el más vacuo y promiscuo,
tiene en su historia
un sólo nombre de mujer grabado a fuego,
y que los otros nombres son,
sencillamente,
algunos otros nombres de mujer
puestos por la Naturaleza
para la subsistencia de la especie,
con toda mezquindad y todo el cálculo,
sin ninguna poesía,
sin magia ni albedrío,
nombres impuestos,
nombres de conveniencia todos.

 

Dicen que en el momento de morir
vemos pasar, en éxtasis, los hitos vivenciales,
las caras y los nombres
de los que fueron algo en nuestra biografía.
Y aquí, al menos yo, confieso:
Cuando llegue la hora de mi examen,
no temeré la muerte
si me veo otra vez, niño, junto a ella
en el patio de casa o del colegio.
No temeré
si oigo su voz en cándidas canciones
y huelo la pureza de su pelo.
No temeré
si su mirada limpia me amanece,
si siento sus manitas como un beso,
si mis labios comulgan su sonrisa.
No temeré
si en la ceguera clara puedo otra vez leer
su blanco nombre escrito en tiza blanca.

   

       © Roberto Lumbreras, 2018