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El malecón, por Pilar Salamanca

A Manuel Mendive, pintor cubano

   Recuerdo que había un chévrolet rojo destartalado y viejo de quinta mano estacionado a pocos pasos y una bicicleta tirada sobre el bordillo, derrengada más bien, con las llantas plateadas de puro pulidas y el manillar vuelto sobre sí mismo en una inverosímil pirueta metálica.

Recuerdo que, por alguna razón, la luz del atardecer parecía conversar con el agua intercambiando partículas de sal y meciéndose sobre las olas murmurando sí o no o yo creo mientras la espuma se agrupaba sobre sus crestas como puntillas de crinolina indomable y flexible al mismo tiempo, en dirección al Malecón.

Recuerdo haber caminado muy deprisa desde el hotel, pero ahora trotando, cruzar la calzada camino del agua, pasar al lado del chévrolet y dejar atrás la bicicleta para acercarme luego al muro donde se abismaban los ojos del uno en los ojos de la otra y en su fondo líquido, los besos de aquella pareja de enamorados negro él, ella mulata, antes de desanudarse y desaparecer paseo abajo.

Recuerdo el color mineral de aquel mar lapislázuli pero más duro, más intenso todavía, bajo las nubes floreadas que se levantaban por encima de la superficie, tan parecidas a espectros amontona­dos sobre los restos de las burbujas que tras de sí dejaban extraños faluchos construidos con neumáticos gigantescos, atados de dos en dos y a veces de tres en tres, como cunas despobladas.

Recuerdo la sombra de una mujer, porque era una mujer de eso estoy segura, anciana, increíblemente frágil con un vestido de algodón muy sencillo que se descolgaba en mínimos pliegues sobre la pechera lisa y sin pechos y un turbante de color malva de esos que se parecen un poco a los gorros de ducha y también, otro poco, a las cintas anchas que utilizan las bailarinas de ballet para retirarse el pelo de la cara y entonces, recuerdo, imaginé que su delgadez se debía sobre todo, pero no exclusiva­mente, a la soledad, esa clase de soledad empolvada de las señoritas humildes, de buena familia que no tenían nada antes de la Revolución y siguieron sin tenerlo, y desde luego sin pedirlo, después.

Recuerdo aquel olor a brea y a petróleo, casi sólido en las rendijas de los pulmones, a través de los orificios de la nariz desconcertada y del aroma de las algas mezclado con el salitre pulverizado entre los grandes bloques de hormigón negro como basalto, oleaginoso, obscuro contra las olas y el ruido que hacían los émbolos de las  perforadoras antediluvianas, casi asmáticas, perforando los labios de la costa, al otro lado de la bahía.

Recuerdo, como si los estuviera viendo, a los dos pescadores, Lucas y Santino, uno blanco y otro negro, uno viejo y otro menos viejo, los dos también, extremadamente delgados y descalzos, que se gritaban el uno al otro llamándose cosas y reían a carcajadas con la misma risa y unos dientes amarillos tremendos y recuerdo que caí en la cuenta que nunca, ni por un momento, había dudado de que terminaría hablando con ellos como si los conociera de toda la vida después de acercarme y preguntar por la pesca sin esfuerzo, sin mucha curiosidad siquiera. Hasta me imaginé pidiéndoles algunos peces y pregun­tando, cómo no, por su precio antes de que ninguno de ellos tuviera oportunidad de decir que no, que me podía quedar con alguno para la cena, porque eran cortesía de la casa.

Recuerdo, sin embargo, que tardé todavía unos minutos en acercarme porque les vi inclinarse sobre el muro y jalar con esfuerzo, con bastante agobio de músculos y pulmones, algo que de momento yo no alcanzaba a ver desde dónde me encontraba, exactamente unos pasos por detrás de ellos y hacia el lado derecho y calculo que sería entonces, cuando la obscuridad empezó a desplomarse sobre nosotros, toda la destrozada y tambaleante noche por delante más allá de cuyo resplandor fosforescente y teniendo en cuenta la falta de farolas no podría haber visto nada aunque quisiera,  cuando contemplé lo que estaban haciendo.

Recuerdo que me lancé hacia delante, en un impulso de implacable racionalidad desesperada, no porque mis gritos pudiesen algo contra aquel horror sino porque alguien tenía que gritar y nadie más estaba allí para hacerlo a no ser yo. Y el que alguien tuviera que hacerlo era porque estaba segura de que no serviría de nada otra cosa y así, si guardaba silencio, ni siquiera podría disculparme y decir que, al menos,  no lo había intentado. No había intentado advertirles.

Recuerdo que de pronto, me sorprendí huyendo de nuevo hacia el interior del espacio abierto que formaba la confluencia de dos calles, exactamente igual que una retrasa el momento de lanzarse al agua de una piscina helada pensando, imaginando, intentando convencerme a mí misma con palabras no amedrentadoras que explicasen, por ejemplo que Acababan de rescatar un cadáver. El cadáver de una mujer. Y luego. Podrían sacarlo de una vez ¿qué esperan? – retrocediendo, esta vez hacia adelante, por la cera del malecón hacia ellos pero me equivocaba: ni siquiera cuando dije cadáver sabía en realidad lo que estaba diciendo a pesar de que, ahora más claramente que antes, podía ver la cabeza de abundante melena rizada pegada sobre los ojos y unos labios amoratados, entreabiertos alrededor de algo vertical y tenso como un sedal.

Recuerdo que el bochorno irrevocable me estaba haciendo sudar y las gotas me resbalaban desde la frente mezclándose con el rimel de las pestañas y ennegreciéndome, aún más, el entendimiento que parecía decidido a permitir que el desastre de aquella súbita aparición se estrellase inofensivo e impotente contra las paredes de mi cráneo porque, después de todo, los huesos del cráneo son algo fuerte, pueden resistir, son más sólidos que casi cualquier catástrofe, más firmes que el miedo; sin parar siquiera, sin curiosidad suficiente para preguntarme si no sería que estaba perdiendo el juicio un poco o quizá del todo debido a la edad o a cualquiera otra cosa.

Recuerdo que la ciudad borboteaba a lo lejos y las casonas del paseo con las puertas y las contras de las ventanas abiertas, ni siquiera en silencio sino vibrando suavemente con la brisa de la oscuridad, parecían esperar el murmullo, el rumor de muerte que a punto estaba de empezar a aletear entre nosotros pues el que jalaba, agarró entonces la lívida cabeza por los pelos y tiró de ella hacia adelante por encima del poyo y después silbó, no como una señal de aviso sino más bien sorprendido, admirado al contemplar el desnudo cuerpo de mármol que acababa de hacer su aparición por encima de la barandilla, calculando con todo cuidado su esfuerzo, para no marrar.

Recuerdo sus senos de niña y sus hombros redondeados cuando de pronto, sin sorpresa alguna por su parte y, por supuesto, sin ningún comentario entre ellos, les vi izar por fin el cuerpo y dejarlo caer sobre el asfalto, ya en la oscuridad sin luna, un poco más blando, un poco más suave que un cuerpo de mujer porque, y eso sí que lo recuerdo muy bien, después de todo no era una mujer, sino apenas una sirena con la cola de plata y verde como el bronce oxidado de las campanas. Fue en ese mismo instante cuando se arrodillaron y uno de los dos, el más viejo, volvió la cabeza hacia mí y me hizo un gesto para que me acercara porque sin duda, él también me había estado observan­do y, entonces, recuerdo que pensé casi sin darme cuenta que era un hombre demasiado flaco para tener fuerzas y no porque creyese que pudiera hacerme daño porque no era así, su cara parecía bondadosa, sino porque si hubiera estado en su lugar, yo no habría deseado testigos de aquella labor sangrienta cuando de debajo de la lengua le arrancó el anzuelo mientras ella boqueaba todavía, inmóvil de la cintura para arriba en tanto que su cola vibrátil golpeaba el suelo.

Y recuerdo que aquel sonido tap, tap, tap de nuevo tap, tap, tap cinceló su dolor en mi alma para toda la eternidad, hasta hoy.

Pilar Salamanca en la Cátedra M. Delibes