IzadLOS OTROS

Yolanda Izard

A qué esperáis para entrar, susurró el más alto. Pero teníamos miedo. Un miedo todavía inconcreto, sutil. Nos empujó hacia el interior de aquella habitación bañada por una luz gélida, azul. Tratamos de escondernos tras su poderosa espalda, pero él nos lo impidió. Chicos, chicos, se quejó con su vozarrón morado. Sentimos frío y nos encogimos. Todavía no queríamos mirar, no al menos a los ojos. Los adivinábamos cerriles, huecos quizá, como los de las ovejas. Sin vida. Y eso y caer del todo en el miedo más profundo habría sido lo mismo. Sí, están muertos, nos confirmó él con media risa, y añadió: pero no menos que vosotros. Entonces los otros se echaron a reír con unas carcajadas rojas, incendiadas. La niña de al lado me dio la mano y yo se la apreté, temblando. El chico de delante lanzó un breve quejido que enseguida fue apagado por las risas de los otros. Venid, venid, gritaron. Marchamos hacia ellos sin quitar la vista de nuestros pies descalzos, morados. ¡Miradnos!, exigieron cuando llegamos a su altura. La niña de al lado me sugirió que no lo hiciera. Aunque nos amenacen, aunque nos castiguen, añadió. Y yo me mantuve en mis trece, fija la mirada en el suelo. Los otros me alzaron la barbilla pero yo cerré con fuerza los ojos. Niña obstinada, me gritó una voz fuertemente negra. Algo tiró de mis párpados hacia arriba. Yo me arrugué entera para no ceder mi mirada. A ésta que se la lleven, ordenó otra voz grave, verdusca y sucia. Me empujaron y tuve que abandonar la mano de la niña de al lado. Algo gimió, quizá su pequeña voz estropeada. losotrosDSC_0433Me condujeron a la aduana y me decomisaron los ojos. Desde entonces vivo aquí, en este limbo que es como una cometa que flota sobre el bien y el mal sin ver más que los torvos colores de los llantos y las risas, ambarina y lívida como los peces en el fondo del mar.

 

PAISAJE EN LA BATALLA

Yolanda Izard

 

Era la guerra. Te mantenías con tu cohorte a una digna distancia. Yo empujaba los aparadores y sellaba las ventanas para que no entraras. Retumbaban por las noches tus pasos, detrás de la puerta. Era el asedio. Se oía cada vez más cerca, quizá en el pasillo, el silbido de los obuses y luego la caída y la destrucción. Algún lamento en el cuarto de los juegos. ¿Se habrá roto el tren de juguete?, inquieta me preguntaba. Llorabas y a veces dabas patadas a la puerta, lleno de rabia: ¡Déjame entrar! Pero yo había dispuesto la vajilla en el suelo, la cristalería de Bohemia, los jarrones pintados a mano. Iba  a ser difícil que la abrieras si no era causando un estropicio. Me quité la chaqueta del pijama porque hacía calor y no podía abrir las ventanas. Respiraba intranquila, agitada y temerosa, y mis  pechos incipientes se dilataban causándome un íntimo estupor. Me senté en el suelo, sobre el parquet brillante, y miré mi ombligo como si lo descubriera. Luego me quité también el pantalón del pijama y me despatarré en el suelo. Mejor así, que me mataras desnuda, que ningún obstáculo se interpusiera entre tu ímpetu y mi necesidad de contenerte.

Me maravillé de mi cuerpo.

Luego sentí que volvías del garaje con las herramientas destructoras: el serrucho de plástico, el pequeño y sudado martillo, las tijeras de podar con un pétalo de lirio pegado en el envés.

La metralla se dispersaba por la casa y desconchaba muros, roía la pintura, rajaba los veladores y hería cenefas y marqueterías. Yo imaginaba tu sangre pegada a las paredes como representaciones vivas, fulgurantes, del estertor del mundo, la geografía mítica de nuestra casa con fronteras diluidas, ocupadas las salas por tu ejército, y tus generales preparados para quemar mis cuentos, rajar mis veleidades, destripar mi ropero y enseñorearse del cajón de mis cartas secretas.

Bufé y envié mi rabia  a través de la puerta hacia tus contenedores: volaron con un agudo chirrido y aterrizaron en el cuarto de baño. Un pequeño incendio fue enseguida sofocado por el alto mando parapetado en las cimas del grifo del lavabo.

¡Demonios!, gritaste. Entonces escuché la voz del serrucho, su incontinente maleficio sobre la puerta.

Atrás, pedí, atrás, pero la voz se me había atascado y me puse a llorar de impotencia.

Entonces derribaste la puerta y entraste corriendo, pero te detuviste en seco de inmediato.

Viste mi cuerpo desnudo, desmadejado.

Alzaste las manos y te rendiste.