PASEO FANTASMAL POR SALAMANCA

CON DON MIGUEL DE UNAMUNO

[primera entrega: Escenas I y II]*

Jambrina

 

Luis García Jambrina

 

 

ESCENA I. PLAZA MAYOR DE SALAMANCA

 

Estamos en Salamanca, en el año 2013. UNAMUNO entra en la plaza Mayor por uno de sus arcos. Tiene la barba y el pelo blanco, lleva sus características gafas redondas y finas y viste traje oscuro, “propio de un cuáquero” (la expresión es del propio UNAMUNO), con chaleco cerrado y un sombrero de fieltro flexible algo maltrecho. Su aspecto y sus modales son rígidos y austeros, pero, al mismo tiempo, corteses y elegantes. Y un detalle importante: se le ve muy pálido. En su recorrido por la plaza, se detiene ente el medallón con su efigie (en la fachada oeste) y se para a contemplarlo con gran satisfacción. Después descubre, con agrado, el de la alegoría de la Segunda República (en la fachada norte, a la izquierda del Ayuntamiento) y, con indignación, el del rey Alfonso XIII (a la derecha del Ayuntamiento), y, más indignado todavía, el de Francisco Franco (el primero de la fachada este). Por último, se dirige a un pequeño velador situado en una de las terrazas que hay en la plaza. Junto al velador hay dos sillas y sobre él los periódicos del día. UNAMUNO se sienta en una de las sillas y comienza a hojear los periódicos, “como quien se instala en su propia casa a saber lo que pasa por el mundo”, deteniéndose con asombro ante alguna de las noticias. Al rato, viene el CAMARERO, ataviado con el característico mandil y portando un paño en el brazo, y le pregunta qué es lo que desea. UNAMUNO pide un café y, cuando el CAMARERO se va, continúa con la lectura de los periódicos. Al rato vuelve el camarero con un café y un vaso de agua. Después de endulzar el café, UNAMUNO toma un sorbo y lo saborea con delectación. Luego continúa con la lectura de los periódicos. Mientras tanto, y así continuará durante el diálogo siguiente hasta que se indique otra cosa, el CAMARERO recorre diferentes lugares de la plaza comunicándole a la gente que el mismísimo don Miguel de Unamuno está ahora mismo sentado en la terraza del café donde él trabaja y los invita a acercarse. De pronto, se aproxima a la mesa de UNAMUNO una JOVEN CIUDADANA. Es atractiva y viste de manera informal.

JOVEN CIUDADANA: ¿Es usted don Miguel de Unamuno?

UNAMUNO: (Complacido.) Así es, señorita. ¿Cómo me ha reconocido? ¿Nos hemos visto antes?

JOVEN CIUDADANA: Oh, no; eso es imposible. Pero he visto muchas fotos suyas.

UNAMUNO: ¡¿Ah, sí?!

JOVEN CIUDADANA: Tiene usted una imagen inconfundible.

UNAMUNO: (Con complacencia.) Pues ¡cuánto me alegra saberlo!

JOVEN CIUDADANA: Por cierto, ¿qué le ha parecido el medallón que le han dedicado en la plaza? He visto cómo se paraba antes a contemplarlo.

UNAMUNO: El medallón me ha gustado, por supuesto que sí, pero no el hecho de tener que compartir espacio con viejos enemigos, como Alfonso XIII o Francisco Franco.

La JOVEN CIUDADANA saca del bolso un libro.

JOVEN CIUDADANA: (Mostrándoselo.) ¿Le importaría dedicarme este ejemplar de uno de sus libros? Casualmente, lo estaba leyendo cuando usted apareció en la plaza.

UNAMUNO: (Gratamente sorprendido.) ¿De verdad?

JOVEN CIUDADANA: Pues claro. Como puede ver, está muy subrayado y anotado en los márgenes.

UNAMUNO: (Comprobándolo, satisfecho.) Tiene razón. Y dígame: ¿cómo se llama usted?

JOVEN CIUDADANA: Eugenia.

UNAMUNO: Hermoso nombre; así se llama uno de mis personajes.

JOVEN CIUDADANA: Sí, la novia de Augusto Pérez.

UNAMUNO: (De nuevo complacido.) Ya veo que conoce usted bien mi obra.

UNAMUNO le dedica el libro con esmero y luego se lo devuelve a su propietaria.

JOVEN CIUDADANA: (Leyendo.) “Para Eugenia, que con su lectura mantiene encendida la llama viva de mis libros, de su admirado y, desde ahora, rendido admirador, Miguel de Unamuno”. (Con emoción.) Oh, muchas gracias. No sabe qué feliz me hace.

UNAMUNO: Soy yo el que debería estarle agradecido.

JOVEN CIUDADANA: Faltaría más. Pero dígame: ¿qué hace usted aquí?

UNAMUNO: Como sin duda sabrá, yo me pasé la vida obsesionado con la idea de la eternidad y la pervivencia después de la muerte. Pero, por más que lo intentaba, no acababa de creer en Dios ni en ninguna otra trascendencia; así que tuve que confiar mi inmortalidad primero a mis hijos y luego a mis obras. Después, me fui dando cuenta de que eso no era suficiente para mí. De modo que, en el momento de la verdad, pedí que al menos se me permitiera volver a la vida durante unas horas, una vez cumplidos los setenta y cinco años de mi fallecimiento, para poder dar una vuelta por Salamanca y ver cómo andaba el mundo y, sobre todo, comprobar si la gente todavía me recordaba. A eso es a lo que algunos expertos en postrimerías llaman “el día extra”.

JOVEN CIUDADANA: ¿Me está diciendo, entonces, que es usted un espectro, un fantasma?

UNAMUNO: Yo prefiero creer que soy una emanación de esta ciudad, a la que un día le encomendé la tarea de decirle al mundo que yo había existido. Por eso estoy aquí, en esta plaza, que para mí siempre fue el centro del universo, donde más me he sentido ciudadano del mundo.

JOVEN CIUDADANA: Es muy hermoso eso que ha dicho.

UNAMUNO: (Con escepticismo.) Palabras, palabras, palabras…

JOVEN CIUDADANA: Bueno, no lo molesto más; lo dejo a solas con sus periódicos.

UNAMUNO: No, por favor, no se marche. Hace ya tanto tiempo que no hablo con nadie que me encantaría tener a alguien con quien poder comentar las noticias.

JOVEN CIUDADANA: Alguien que lo escuche, querrá decir, y le dé luego las réplicas necesarias para que eso parezca un diálogo, y no un monólogo, como es habitual en usted, que parece que se derrama en la conversación y no digamos en la escritura.

UNAMUNO: Veo que me conoce bien. Para mí, el no hablar es morir. Fundamentalmente, no soy más que palabra. Pero le advierto que mis monólogos son, en realidad, “monodiálogos”.

JOVEN CIUDADANA: Sí, ya, consigo mismo, o con alguno de sus múltiples yos. Reconozca que tiene usted un ego que se lo pisa.

UNAMUNO: (Golpeándose el pecho.) Ese fue mi gran defecto, lo admito.

JOVEN CIUDADANA: Está bien, está bien; tampoco hace falta que se flagele.

UNAMUNO: Yo siempre he sido un poco teatral y algo exhibicionista.

JOVEN CIUDADANA: ¿Y qué, cómo ve usted la España de ahora?

UNAMUNO: La veo mal, muy mal, para qué vamos a engañarnos.

JOVEN CIUDADANA: ¿Y en lo político?

UNAMUNO: Me temo que en eso no ha cambiado mucho.

JOVEN CIUDADANA: ¿Usted cree?

UNAMUNO: Se lo demostraré. En noviembre de 1932, año y medio después de la proclamación de la República, tuve ocasión de impartir una conferencia en el Ateneo de Madrid sobre el “momento político” de la España de entonces, y la verdad es que parece escrita hoy mismo. En ella hablé de “esa monserga de la personalidad diferencial de las regiones”, y, entre otras cosas, les recordé que “el autonomismo cuesta caro y sólo sirve para colocar a los amigos” de los políticos regionales, con lo que aumenta de forma insoportable la burocracia y el número de funcionarios y de cargos públicos, ya que cada región tiene su propia administración, su gobierno y su parlamentito…

CAMARERO: (Interrumpiendo.) Diga usted que sí, don Miguel.

UNAMUNO: Y tú calla, botarate, que la culpa de todo lo que pasa ahora en España no la tienen sólo los políticos y los banqueros, como tanto os gusta repetir, sino también los propios españoles, esto es, la gente como tú.

CAMARERO: Pero si nosotros lo único que hacemos es votar cada cuatro años…

UNAMUNO: Por eso mismo. Por otra parte, ¿cómo es posible que, con lo que ha llovido en este país durante varios siglos, el pueblo español haya vuelto a restaurar la monarquía y nada menos que en la persona de un nieto de Alfonso XIII?

CAMARERO: Sepa usted que eso fue una imposición de Franco. Nosotros lo único que hicimos fue ratificarlo cuando aprobamos, en referéndum, la constitución de 1978.

UNAMUNO: O sea que hicieron “Borbón y cuenta nueva”. Pues peor me lo pone usted.

CAMARERO: Anda que usted, mucho hablar, mucho hablar, pero luego bien que…

UNAMUNO: (Escamado.) ¿Qué insinúa, a qué se refiere?

CAMARERO: Nada, nada, que mejor me callo, que así estoy más guapo.

El CAMARERO se retira, muy digno. Durante el resto de la escena, se moverá entre el público echando pestes contra UNAMUNO, que si a este tío no hay quien lo aguante ni lo entienda, que si es un energúmeno, un arrogante, un intransigente, un egocéntrico insoportable que, a cada paso, se contradice y siempre quiere tener la razón…

UNAMUNO: (A la JOVEN CIUDADANA.) Este país no tiene arreglo, se lo digo yo.

JOVEN CIUDADANA: Pero ¿por qué le tiene usted tanta manía a los reyes?

UNAMUNO: Más que a los reyes, que también, a una dinastía en concreto, de la que no puede esperarse nada bueno. En cuanto te descuidas, te montan un golpe de estado.

JOVEN CIUDADANA: Entonces, ¿por qué apoyó el alzamiento contra de la República en julio de 1936?

UNAMUNO: Bueno, las cosas no son tan simples. Como recordará, yo fui uno de los primeros en España en proclamar virtualmente la República, primero en la Casa del Pueblo y, después (señalando hacia el lugar), aquí, en el balcón del Ayuntamiento, tras haber arrojado a la plaza las efigies del rey y de doña Victoria, continuamente interrumpido por los aplausos y ovaciones de los salmantinos.

JOVEN CIUDADANA: Conozco ese discurso; (mostrándoselo) viene recogido en este libro que me ha dedicado. ¿Quiere usted volver a pronunciarlo?

UNAMUNO: (Con falsa modestia.) Si se empeña. (Tras ponerse en pie, en actitud de orador y elevando la voz.) “¡Salmantinos! Hace cuatro siglos, en el XVI, los comuneros de Castilla se levantaron contra el primero de los Habsburgo, Carlos I de España y V de Alemania. Entonces, como ahora, se luchaba por la soberanía popular. En esta misma ciudad, en esta misma plaza, y bajo este mismo cielo azul, proclamó uno de los comuneros, el salmantino Maldonado, la soberanía popular. Y hoy, en el siglo XX, hemos completado la obra que aquéllos no pudieron realizar, arrojando de España al último Habsburgo, Alfonso de Borbón. Hoy comenzó una nueva era y terminó una dinastía que nos ha empobrecido, envilecido y entontecido”.

JOVEN CIUDADANA: Pues en eso se equivocó.

UNAMUNO: (Sentándose, con gesto abatido.) Sí, menudo profeta estoy hecho. El caso es que el entusiasmo y el encantamiento duraron poco. Pronto empezó el descontento y la decepción de mucha gente. “He dicho muchas veces que me dolía España, y hoy me sigue doliendo. Y me duele, además, su república”, me atreví a afirmar en el Ateneo de Madrid. Y la situación siguió degradándose. Por eso, cuando tuve noticia del levantamiento militar, yo me adherí enseguida a él.

JOVEN CIUDADANA: ¿Y cómo es que una persona tan inteligente como usted no se dio cuenta de que eso iba a acabar mal?

UNAMUNO: Yo lo único que quería era una rectificación del rumbo que había seguido hasta entonces la República, eso y la salvación de la civilización occidental, no la vuelta de la monarquía ni menos aún una dictadura militar. Pero, claro está, me equivoqué. Y bien que me pesó y bien caro lo pagué, no crea que no. En cualquier caso, tengo la impresión de que, con monarquía o con república, esto no tiene solución, ya que el gran mal de España es la impunidad de la que goza la inepcia.

JOVEN CIUDADANA: ¿Por qué dice usted eso? Por suerte, ahora estamos en la Unión Europea.

UNAMUNO: Ese ha sido otro craso error. Siempre dije que había que españolizar Europa, no que hubiera que europeizar España, y, a juzgar por los resultados, creo que tenía razón.

JOVEN CIUDADANA: Sí, ya, “¡que inventen ellos!”

UNAMUNO: La expresión, lo reconozco, es algo paradójica, pero lo que yo quería decir es que los españoles deberíamos fomentar y cultivar nuestro propio espíritu, y no tratar de emular a otros países en terrenos que nos son ajenos, como la ciencia.

JOVEN CIUDADANA: Lo siento, pero no estoy de acuerdo con usted.

UNAMUNO: Pues ya somos dos. Yo también disiento de mí mismo.

JOVEN CIUDADANA: Sin embargo, reconozco que hoy, en España, hace mucha falta gente como usted, un agitador de nuestras adormiladas conciencias, un hombre libre que dice y siente siempre lo que piensa.

UNAMUNO: Muchas gracias por el cumplido, pero yo ya estoy retirado o amortizado, como dicen ahora los periodistas. (Levantándose.) Además, tengo que marcharme.

JOVEN CIUDADANA: ¿Y adónde piensa ir?

UNAMUNO: Ahora mismo, a ver cómo está mi antigua casa, la de la calle Bordadores. ¿Me acompaña?

JOVEN CIUDADANA: Lamentablemente no puedo, he quedado. (Haciendo un gesto hacia el público.) Pero seguro que no va a faltarle compañía. Gracias, en cualquier caso, por la invitación y también (mostrándole el libro) por la dedicatoria.

UNAMUNO: Gracias a usted por escucharme y, sobre todo, por seguir leyéndome; de alguna forma, eso es lo que hace que me mantenga vivo.

UNAMUNO deja unas monedas sobre el velador y, después, se dirige con paso decidido hacia el arco de la calle Prior.

 

(TRANSICIÓN)

 

El CAMARERO, después de recoger las monedas, marcha detrás de él y anima a los espectadores a que lo sigan. Durante el breve trayecto, él se encarga de conducirlos y entretenerlos con algunos comentarios y anécdotas. Algo así:

CAMARERO: (Al público, mientras camina.) Bueno, ya han visto cómo se las gasta (señalando con la cabeza hacia UNAMUNO) aquí el amigo. Menudo carácter. Recuerdo que, de pequeño, me contaba mi abuelo que lo primero que decía Don Miguel cuando llegaba a la tertulia, era: “No sé de qué estáis hablando, pero no estoy de acuerdo”. Así era él, siempre llevando la contraria, siempre dando la nota con sus célebres salidas de tono, como aquella vez que fue a Cataluña a dar una conferencia, y, al ver que el maestro de ceremonias lo había presentado en catalán, él comenzó a dar su charla en eusquera. O aquella ocasión en que el auditorio se echó a reír porque había mencionado a Shakespeare pronunciándolo a la española, y él dio el resto de su conferencia en inglés. Asimismo, se cuenta que cuando su querido rey Alfonso XIII le concedió la Gran Cruz de Alfonso X el Sabio, Unamuno le dijo: “Me honra, Majestad, recibir esta condecoración que tanto merezco”. El monarca, entonces, le comentó: “¡Qué curioso! Por lo general, la mayoría de los galardonados aseguran que no se la merecen”. A lo que Unamuno replicó: “Señor, en el caso de los otros, efectivamente no se la merecían”. ¿Qué les parece? La verdad es que era un poco orgulloso y engreído. Pero, por encima de todo, era un hombre independiente, que no se casaba con nadie. No estaba ni con unos ni con otros, o, mejor dicho, ni con los (dibujando en el aire una hache) hunos ni con los (lo mismo) hotros, las dos palabras con hache, como a él le gustaba escribirlas para indicar que los dos bandos eran unos bárbaros. Y eso le causó muchos disgustos. (Señalando hacia UNAMUNO.) ¡Hay que ver qué deprisa va este hombre, ni que tuviera las horas contadas! Lo que está claro es que todavía se mantiene en forma. Según parece, en vida solía dar largos paseos y trepar por algunas montañas, como la Peña de Francia. Y ahí donde lo ven, que parece un cuáquero y un puritano, resulta que, cuando estuvo desterrado en Fuerteventura, le gustaba tomar el sol desnudo en la terraza de la fonda donde estaba hospedado. Y es que Unamuno es mucho Unamuno…

 

 

ESCENA II. FRENTE A LA CASA DE LA CALLE BORDADORES

 

Cuando UNAMUNO llega a su antigua casa de la calle de Bordadores, se detiene ante ella y se queda contemplando la fachada y alrededores hasta que llega el público.

UNAMUNO: Bueno, ya hemos llegado. Aquí fue donde terminó todo, quiero decir que en esa casa morí el 31 de diciembre de 1936, no de manera heroica, como me habría gustado, sino sentado al brasero de la mesa camilla. De hecho, la persona que me acompañaba, el joven falangista Bartolomé Aragón, se enteró de que me había muerto porque empezó a chamuscárseme una zapatilla de andar por casa y yo no me movía. Así que el hombre se asustó y salió gritando por el pasillo “yo no le he hecho nada, yo no lo he matado”, pues temía que le echaran la culpa de haberme asesinado. Pero no hablemos de cosas tristes. (Tras darse la vuelta.) Prefiero recrearme en los recuerdos que se me vienen a la cabeza cuando pienso en algunos de mis lugares predilectos de esta ciudad, (señalando hacia ellos), como el campo de San Francisco y o el convento de las Úrsulas. ¡Cuántos buenos momentos pasé en esos dos remansos de paz!

En ese momento, el CAMARERO se acerca a UNAMUNO.

UNAMUNO: ¡Hombre, usted aquí! Y ahora ¿qué tripa se la ha roto?

CAMARERO: (Algo acobardado.) Es que verá: cuando he ido a coger las monedas que dejó sobre la mesa para pagar el café, me he dado cuenta de que éstas no valen.

UNAMUNO: ¡Cómo que no valen!

CAMARERO: Es que ahora estamos en el euro, (mostrándole las monedas en la palma de la mano) y estos son céntimos de peseta, lo que vulgarmente se llamaban perras.

UNAMUNO: ¡Malditos europeos! No hacen más que fastidiarnos. ¿Y para decirme eso me persigue usted por toda la eternidad?

CAMARERO: Es que, además, estas monedas son de antes de la Guerra Civil.

UNAMUNO: Pues véndaselas usted a un anticuario.

CAMARERO: ¿Y qué hago con el cambio?

UNAMUNO: ¿Y qué va a hacer? Pues quedárselo.

CAMARERO: Es que como tiene usted fama de agarrado.

UNAMUNO: Como no me deje usted en paz ahora mismo, le voy a enseñar de qué más tengo fama.

CAMARERO: No hace falta. Está bien claro que su carácter tiene más aristas que su estatua.

UNAMUNO: (Intrigado.) ¿A qué estatua se refiere?

CAMARERO: (Señalándola.) A esa de ahí.

UNAMUNO: (Tras mirar la estatua con asombro e indignación.) ¿Me está tomando el pelo? (Poniéndose recto y sacando pecho.) ¡¿No irá usted a decirme que ese espantajo encorvado soy yo?!

CAMARERO: (Señalando hacia la inscripción que hay en la pared de atrás.) Al menos eso es lo que se deduce de ese letrero.

UNAMUNO: (Señalando hacia la placa que hay junto a la puerta de su antigua casa.) También esa placa de ahí dice que yo estoy descansando en paz, y ya me ve, aquí sigo dando guerra.

CAMARERO: Eso también es verdad. En cuanto a la estatua, si quiere usted reclamar, hable con el Ayuntamiento, que es el que la promovió.

UNAMUNO: Pues me van a oír.

CAMARERO: Diga usted que sí; y sepa que hace apenas unos meses le restituyeron a usted el título de alcalde honorario de la ciudad.

UNAMUNO: ¿Está usted seguro?

CAMARERO: Vino en todos los periódicos.

UNAMUNO: En ese caso, haré valer los derechos y privilegios aparejados al cargo.

CAMARERO: (Dirigiéndose hacia el público, en un aparte.) Mucho me temo que hoy se va a armar una gorda, pues menuda mala leche tiene aquí el amigo.

UNAMUNO: ¿Decía usted algo?

CAMARERO: No, nada, que me tengo que ir a servir.

UNAMUNO: Pues vaya usted con Dios.

El CAMARERO se va por donde vino. En ese momento, aparece en escena DOÑA CONCHA, su mujer, que viene con una bolsa de la compra en la mano, camino de su casa.

UNAMUNO: (Mirándola, con sorpresa y asombro.) ¡¿Eres tú, Concha?!

DOÑA CONCHA: ¿Y quién querías que fuese? Cualquiera diría que has visto un fantasma. Anda, ven y dame un abrazo.

Se abrazan emocionados.

UNAMUNO: ¿Y de dónde vienes a estas horas?

DOÑA CONCHA: (Mostrándole la bolsa.) De hacer la compra, ¿es que no lo ves? Y tú, ¿has vuelto ya del exilio?

UNAMUNO: En cierto modo.

DOÑA CONCHA: Pues podías habernos avisado. No he preparado nada.Además, los salmantinos tenían intención de hacerte un gran recibimiento cuando volvieras.

UNAMUNO: Por supuesto que sí. Pero eso ya lo hemos vivido, Concha, ¿es que no te acuerdas? Fue el 12 de febrero de 1930. Después de venir en manifestación desde el Paseo de Torres Villarroel, salí al balcón, (señalando al balcón que hay a la izquierda del escudo, encima de la puerta) a ese de ahí, contigo y con los niños, y les recordé a mis conciudadanos aquello que les había prometido al marchar: (En actitud de orador, elevando la voz.) “Volveré, no con mi libertad, que nada vale, sino con la vuestra”. Y entonces la multitud aquí reunida comenzó a aclamarme con tanto entusiasmo que yo casi me emocioné y tú te echaste a llorar.

DOÑA CONCHA: ¡Y cómo no iba a llorar! ¡Casi seis años estuviste ausente de esta casa!

UNAMUNO: A mí me lo vas a decir. No sabes cómo eché de menos está ciudad, casi tanto como a ti.

DOÑA CONCHA: ¡Hombre, gracias!

UNAMUNO: Aunque no tanto como la añoro ahora.

DOÑA CONCHA: (Intrigada.) ¿Ahora? ¿Qué quieres decir?

UNAMUNO: Pero ¿es que aún no te has dado cuenta? Estoy muerto. Morí dos años y medio después que tú, el 31 de diciembre de 1936, tras casi tres meses de callada agonía y soledad, ya que me encontraba bajo arresto domiciliario por haberme enfrentado públicamente al general Millán Astray en el paraninfo universitario.

DOÑA CONCHA: ¡¿Es que no tuviste suficiente con meterte con Miguel Primo de Rivera o con el rey Alfonso XIII?!

UNAMUNO: ¡Tú qué sabrás, si ya no estabas aquí!

DOÑA CONCHA: Me lo estoy imaginando. Primero apoyarías a los que se alzaron contra la República y, luego, en cuanto te diste cuenta de que te habías equivocado una vez más, te revolverías contra ellos. Y cuando por fin descubriste que te habías quedado completamente solo y abandonado a tu suerte, seguro que te dejaste morir, aunque sólo fuera para darles en los morros, como si lo viera. (Dándole ligeramente la espalda.) Siempre fuiste un cabezota, un cabezota y un don quijote, que en el fondo es lo mismo.

UNAMUNO: Concha, por favor, me estás avergonzando. (Haciendo un gesto hacia el público.) ¡Qué va a pensar toda esa gente!

DOÑA CONCHA: ¡Cómo si no te conocieran! Recuerda que eres un personaje público.

UNAMUNO: Anda, acércate y dame un abrazo, o, mejor aún, acógeme en tu seno, como solías hacer.

DOÑA CONCHA: De eso nada; ya estoy harta de ser tu madre. Bastante tuve con aquella aciaga noche de 1897, la de la famosa crisis, cuando, al verte tan angustiado y asustado que parecía que te ibas a morir, tuve que tranquilizarte exclamando “¡Hijo mío!”, mientras te estrechaba entre mis brazos.

UNAMUNO: Vuelve a hacerlo tan sólo una vez más, te lo suplico.

DOÑA CONCHA: ¡¿Es que ni siquiera después de muerto vas a madurar?! Tienes que liberarte de una vez de esa obsesión con tu madre.

UNAMUNO: No digas eso. De sobra sabes que toda mujer es para todo hombre madre; por eso vuestro amor es siempre, en el fondo, amor maternal.

DOÑA CONCHA: ¡Qué sabrás tú! Tú nunca entendiste a las mujeres. Para ti yo no era más que un medio, nunca un fin. De ahí que tan sólo buscaras en mí un refugio, una “costumbre”, como solías llamarme. Y luego estaba ese empeño en tener hijos a toda costa, “para no morir nunca del todo”, me decías, “para ser eterno”. Pero ¡cuándo te enterarás de que las mujeres tenemos otros sentimientos y otras necesidades aparte de la maternidad, de que somos algo más que madres de nuestras parejas y de nuestros hijos, incluso yo, que tuve nueve, se dice pronto!

UNAMUNO: Pues te comunico que hubo una mujer joven y culta que se enamoró totalmente de mí.

DOÑA CONCHA: ¿Te refieres a esa Delfina que te mandaba desde Buenos Aires esas cartas de amor tan encendidas? Esa no estaba enamorada de ti, sino del escritor y del personaje que representabas. De ahí que tú nunca quisieras que te conociera personalmente.

UNAMUNO: (Reflexionando.) Tal vez tengas razón. Puede que en esto también me equivocara, como en tantas cosas. Si pudiera volver a empezar…

DOÑA CONCHA: Me temo que ya es tarde para eso, ¿no crees? Y ahora tengo que dejarte, que todavía tengo muchas cosas que hacer antes de que vengan los niños.

UNAMUNO: ¿Volveremos a vernos?

DOÑA CONCHA: Pues claro que sí, en cuanto se acabe ese maldito exilio.

UNAMUNO: Hasta luego entonces. (DOÑA CONCHA se va.) (Para sí mismo.) Muchas veces me he preguntado qué habría sido de mí sin ella. Sin duda, habría sido otro. (Al público.) Y ahora, si no les importa, ya que han sido tan amables de querer permanecer conmigo, les ruego que me acompañen en mi paseo.

UNAMUNO se dirige hacia la calle Compañía.

 

(TRANSICIÓN)

 

Durante el breve trayecto, UNAMUNO entretiene a los espectadores con algunos comentarios y anécdotas. Algo así:

 

UNAMUNO: (Al público.) Me alegra mucho comprobar que algunas calles de la ciudad apenas han cambiado. Si cierro los ojos y los vuelvo abrir, me parece que estoy yendo de nuevo a la Universidad para impartir alguna de mis clases, como hace cien años. Recuerdo ahora un día en que me topé en esta misma calle con un padre y su hijo pequeño, que iban camino del colegio. Entonces, el hombre le dice al niño: “Mira, ese es Unamuno”. Y va el niño y le pregunta: “¿Y quiénes son los amunos?” ¿Tiene gracia, verdad? Como si yo fuera un mero representante de una etnia cualquiera, cuando en realidad soy un ejemplar único, se mire como se mire. Hablando de anécdotas, se cuentan por docenas las que se me atribuyen. Incluso había un periódico de Madrid, el diario Ahora, que tenía una sección donde se iban publicando las que yo protagonizaba en la tertulia del Ateneo. Naturalmente, la mayoría eran apócrifas, pero eso a mí no me importaba; lo relevante es que hablen de uno, aunque sea bien. Por lo general, eran simples chistes en los que yo aparecía como el gracioso de turno, siempre soltando ocurrencias. En una de ellas, se contaba que, una tarde en la que estábamos hablando de una crisis gubernamental y del correspondiente baile de carteras ministeriales, yo había comentado que, por lo pronto, me había quedado sin la mía. “¿Es que aspiraba usted a alguna, don Miguel?”, preguntó uno. “No aspiraba a ella, no; la tenía. Era mi cartera”, respondí yo. “¿Acaso se la han birlado?”, inquirió otro. “Esta misma mañana, en el tranvía, al ir de la estación a casa”, confirmé yo, provocando las risas de los demás contertulios…

 

* El texto completo consta de 5 escenas, que nosotros ofrecemos en tres partes.