merinoEl río del Edén, de José María Merino, y la nostalgia de los cuentos.

Alfaguara, 2012. 304 páginas.

Yolanda Izard

 

A veces sucede, como escribe Santiago Roncagliolo, que no buscamos encontrar  en la  ficción la realidad sino nuestros sueños. Al escritor también le pasa, en ocasiones: no quiere pergeñar un clon de su existencia sino un dibujo fiel de sus deseos y de sus fascinaciones. Quizá José María Merino sea, en este sentido, el escritor por antonomasia, pues le asiste una feraz labor  de búsqueda de esos paraísos alternativos que sólo viven en nuestra imaginación, de seres fabulosos, mitos, una verdadera entomología de lo invisible, como hacedor que es de universos paralelos y simbólicos. Sin embargo, esta vez, con su novela El río del Edén,  ha depositado el ensueño en un niño con síndrome de Down y el paraíso mítico en el amor humano, eso sí, con toda la carga de deseo y de ceguera, de pasión y de traición, de placer y de desventura propios de la inestable y confusa conjunción de dos almas humanas. Entre el niño y el amor, Merino ha situado un paisaje real y reconocible, los parajes del Alto Tajo, pero con los inconfundibles visos del perdido Edén.

También como aquel Edén desperdiciado, éste ha sufrido los embates del tiempo y de la actividad humana, que suele destruir cuanto toca, al menos en lo que atañe a los espacios naturales sometidos a “una avalancha de muchedumbres que inunda y ensucia casi todos los rincones atractivos del planeta” (p. 18). Bastantes años después de aquella primera estancia en estos parajes casi virginales, durante la cual Daniel y Tere, jóvenes estudiantes, aún se podían permitir el deseo de hacer reales los sueños, Daniel regresa con su hijo deficiente, Silvio, para depositar las cenizas de Tere en la laguna. El largo camino que deben recorrer durante unas horas hasta llegar a este idílico lugar lo invierten en una esclarecedora charla, adecuada a las deficiencias y al particular mundo de afectos y de ensueños del niño, que acaba siendo singularmente fértil, pues despierta en Daniel todo un amplio espectro de recuerdos que reproducen los veinticinco años de su amor por esta mujer recién fallecida. Adereza este relato una prosa en general brillante, en puntuales ocasiones algo forzada –la relación del padre y del hijo parece a ratos un tanto almibarada y poco natural-,  y a menudo, sobre todo cuando describe los accidentes de esa naturaleza virginal y bellísima, de una excelencia ejemplar, en la que destacan el cuidado del lenguaje y el mimo con que rescata un riquísimo léxico referido al mundo natural: “Rodeada de grandes masas de cañaveral, sobre la superficie casi circular de la laguna se depositaba la luz estridente como una sustancia espesa, engastando su resplandor en el gran anillo de las crestas montañosas” (p. 44)

En alternancia estricta, los dos tiempos, el actual y el de la rememoración, se suceden con el mismo peso en la trama de la novela y están de tal modo imbricados que el tiempo presente no podría entenderse sin esos flashbacks que, como balizas luminosas, señalan los momentos claves en  la vida de nuestros protagonistas, que ayudan a comprender  la deriva del amor, las  fluctuaciones de un afecto quebrado y vuelto a reparar, las complejas relaciones y los conflictos de la pareja. Sin embargo, lo más sobresaliente de esta novela, basada en un tema universal tantas veces tratado y repetido como es el amor de pareja y el amor paterno, es la singular perspectiva que adopta y que se plasma en tres ámbitos:

Por un lado, el temático: Esta novela no trata solo del mito moderno del Paraíso adánico, sino que, apoyándose en él, defiende una tesis cuanto menos curiosa: el ser humano ha perdido el Edén –léase felicidad o realización plena del yo en el tú- por una equivocada percepción de la realidad, por una confusión de sus sentidos, de sus razonamientos y de sus sentimientos, que le llevan a creer cierto e incuestionable lo que sólo es un producto mental –en relación con su amor hacia Tere-, o responde a una elaboración basada en los prejuicios, en cuanto a su relación con su hijo deficiente, pues siente hacia él “compasión mezclada con menosprecio” (p. 170). En este último sentido, es digno de destacar el papel principal que nuestro autor da al  niño deficiente, que tiene voz propia en la novela, un inusual protagonismo de enorme dificultad técnica para cualquier escritor, sobre todo cuando su presencia se basa fundamentalmente en los diálogos, y que me hace recordar al fascinante personaje principal de Andrés Barba, también una adolescente con minusvalía mental, en su novela Versiones de Teresa.

Por otro lado, el técnico. Merino se sirve de un punto de vista raramente empleado en la novela: la segunda persona, en cuya aplicación se muestra excepcionalmente valiente -dada la complejidad de esta perspectiva-, y casi podríamos decir magistral, pues da una sabia lección práctica sobre su empleo y recursos. El narrador, sin embargo, no se dirige a otro interlocutor sino que se desdobla para mantener un fértil y sincero diálogo consigo mismo, en el intento de ahondar en los entresijos de todas las emociones que acarrearon erradas decisiones. Así, puede sacar provecho de una mirada hacia fuera sin dejar de verterla hacia su propio interior, en un ejercicio de entrañamiento del que emergerá la dilucidación de la verdad.  En este sentido, tiene las mismas ventajas que la primera persona narrativa. Pero por otro lado, y al mismo tiempo, esa segunda persona narrativa es lo suficientemente omnisciente como para abarcar a los otros: esa mirada externa, objetiva, propia de la tercera persona, que tanta riqueza ha aportado a la novela a lo largo de la historia.

Por último, tres símbolos recurrentes a lo largo de la novela: la traición del Conde don Julián como precedente de los sentimientos de traición, el desdoblamiento del narrador-protagonista, que acaba siendo emblema de una doble personalidad, cada una de las cuales rige un comportamiento y una distinta perspectiva, y, sobre todo, el laberinto como símbolo. Cada capítulo viene precedido por un dibujo que representa una espiral o laberinto, cercano a los mandalas sánscritos tan empleados por el budismo –más figurativos- y el hinduismo –lineales, como los de la novela-, cuya traducción podría ser “círculo sagrado” o “laberinto de los círculos”. Mircea Eliade, en su penetrante Historia de las Religiones, los consideró imagen del Universo, y Jung expresiones de lo inconsciente colectivo. En El río del Edén simbolizarían la visión de la vida como un laberinto en el que los seres humanos se enredan y pierden, entregados a emociones erráticas, a impulsos ciegos, incapaces de controlar la propia vida y  tomando por ciertas erróneas interpretaciones. La vida, viene a decirnos José María Merino, es un constante tanteo a ciegas, “una raya continua, enrevesada e informe, trazada siguiendo el puro capricho” (p. 23). Caminamos sin tener la mínima idea de quiénes somos y qué pensamos y adónde vamos, qué son y qué sienten los demás, y tomamos decisiones al respecto que nos pueden costar la salud emocional y con las que sacrificamos el río del Edén en el que alguna vez pudimos ser felices y en el que estábamos quizá destinados a morar. Sin embargo, todo laberinto o espiral ofrece una salida, y Merino es optimista. Aunque la novela se inicie con las cenizas de una muerta, Daniel habrá adquirido al final el conocimiento necesario sobre sí mismo y sobre sus seres queridos como para hallar la salida: un encuentro con la verdad propia, sin concesiones, un encuentro con la verdad de los otros. Y el perdón.

Ojalá la vida real fuera así de generosa y justa. Pero esto es un cuento, el cuento del río del Edén para el siglo XXI y, como en muchos cuentos, hay un paraíso, unos seres vapuleados por un destino errático, una malvada que luego no lo es pero que es necesaria en la trama como generadora de conflictos, un inocente que aporta una visión original y no contaminada del mundo, y un final feliz. Además, como los buenos cuentos, El río del Edén va creciendo y cobrando altura a medida que avanza hasta atrapar del todo el corazón. Y como ellos también,  este gira en torno a una idea central –la necesidad del  amor, que cobra cuerpo en el mandala del capítulo veinte, justo en el medio de los cuarenta del libro-, y sobre una intención formadora: la de hacer este complejo mundo nuestro más comprensible, la de sacar de nuestra alma, como del sombrero de un mago, el enigma de nuestra identidad, la tolerancia hacia los débiles, nuestras pequeñas miserias y nuestras grandezas: el amor en torno al cual gira y da vueltas la línea de la vida, gira y gira; pues, como el mandala del capítulo veinticinco nos muestra, al final solo el amor puede hacernos felices, solo el amor nos salva de perdernos para siempre en una espiral ciega,  sin salida.

 

 

 

 

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